Cap. IV - El Príncipe de Dos Caras

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Antonio

El desnudo torso piel canela claro de un joven se dibujaba a media luz dentro de una pequeña cabaña muy alejada de todo. Un rincón que había sido creado por él mismo hace algún tiempo, escondido entre los grandes matorrales de una corta sabana en San Pablo Bernabé.

Pero el joven no se encontraba solo, una hermosa chica de tes canela más oscura y cabellos negros alborotados estaba en la cama entrelazaba por las sábanas, contemplando extasiada el dorso de su amante. De un momento a otro sintió ganas de volver a tocarlo, de poder volver a sentir su ardiente piel; así que poco a poco se fue deslizando entre todo el desorden hasta llegar a la espalda de su amado, antes de que éste comenzara a colocarse su inmaculada camisa.

―Diana, por favor ―la reprendió sin inmutarse―. Ya había hablado contigo de esto, tengo que marcharme.

―Solo un minuto más, solo eso basta ―le pidió ella hipnotizada, besando cada una de las pecas de su envés.

―Sabes que si pudiera lo haría, me encanta pasar el tiempo de esta manera, pero no puedo. No ahora.

―¿A dónde tiene que ir tan deprisa? ¿Acaso tiene que ir a verse con la ingenua de su prometida? ―le inquirió ella, despegándose de su lado, a la defensiva.

―¿Estás celosa? ―le inquirió él mientras volvía su mirada hacia ella y procedía a abotonarse la camisa.

―¿Yo?, ¿celosa de esa? Jamás, creo que tengo muchos más atributos que ella para estar junto a usted―contestó, argumentando con su cuerpo.

―Ah... ¿sí?―exclamó odiosamente, impresionado por el ego de su acompañante―. ¿Acaso tú eres hija de algún Barón o Conde?

Diana lo miró fijamente, un tanto disgustada pero calmada, ya ese tono de frivolidad lo conocía, no era algo sorpresivo, siempre tenía que estar sometida a aquellas hirientes palabras de su compañero, las cuales parecían ser sus favoritas.

―¿Lo ves? ¿Ves que no puedes competir contra ella?

―Quizás, según su idealismo yo no pueda estar por encima de ella. Pero Antonio ―acercó sus carnosos labios peligrosamente a los de él―. Usted es mi hombre, y nadie va a poder contra ese hecho.

Enredó sus manos entre el cuello de Antonio, y lo envolvió en otro de esos besos apasionados, desenfrenados, excitantes que los dos ya estaban acostumbrados a protagonizar. Pero ésta vez, para Diana, algo fue diferente. Él no respondió de la manera salvaje, animal, a la cual estaba acostumbrado a hacerlo; simplemente se quedó intacto, petrificado ante la fuerte seducción de su acompañante. En pocos instantes ella paró, sintió miedo de esa nueva reacción a la cual Antonio la estaba sometiendo, sabía que algo estaba mal, muy mal.

Él la tomó bruscamente por los hombros y la separó de su lado, la miró con aquellos ojos café atigrados que parecían devorarla, y le dio la espalda para poder caminar. Diana sabía que había cometido un error, y no quería pagar el precio que había tenido que pagar la última vez.

―¿Qué pasa, Antonio? ―preguntó ahora con su voz quebrada.

Era realmente espeluznante o magnífico ―según se viese― como la reacción de un hombre podía indisponerla de aquella manera.

―¿Quién te has creído para asegurar que yo soy «tu hombre»?

―Yo pensé que...

―Tú no puedes pensar nada, es más, tú no tienes derecho de pensar nada ―le cortó abruptamente―. Quiero que te quede algo muy claro Diana. Una cosa es que seamos amantes y que yo esté contigo para pasar un rato agradable, para soportar hasta el día de mi boda; pero otra muy diferente es que tú te atrevas a pensar cosas que no son, a que te atrevas a colocarme posesivos que no deseo tener, que no existen.

Entre Rosas y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora