Cap. XI - Los Heraldos

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Elizabeth

Era increíble como la vida de una persona podía cambiar de una manera tan rotunda y a la vez encantadora, como todo lo que por años se ha creído y se ha esperado puede pasar a un segundo plano cuando se tiene en frente la posibilidad de amar. Y justamente esa era la convicción que mantenía confundida y a la vez ilusionada a la princesa Elizabeth Bernabé las últimas semanas.

Esperando bajo la sombra de las enredaderas que cubrían la mayor parte del techo de una redoma de madera, ella descansaba sobre un desgastado banco y sujetaba con sus manos ―por encima de una singular mesa― un epítome regalado por su padre; de esa manera ella esperaba ansiosa en el jardín lateral izquierdo otra de las clases de literatura que tanto amaba.

La suave y fresca brisa que jugaba graciosa con los árboles del Bosque Denodado ―que nacía varios metros detrás de su espalda― y que se deslizaba dulcemente por su arremolinado cabello cesó intempestivamente; dejando en todo el lugar un silencio figurativo que abstrajo a la doncella de su apasionante lectura. De repente no sabía si agradecer aquello o aborrecerlo, y esa era una incertidumbre que amenazaba con nunca dejarla ir.

El sueño que había deseado toda su vida se había cumplido, o por lo menos, una parte del mismo. Ya conocía cuál era el rostro de su prometido, de la persona que su padre había elegido para que ella compartiera toda su vida como marido y mujer; y es que su majestuoso anillo de diamante con forma de rosa se lo recordaba todos los días. Sin lugar a dudas, Rafael de la Torre era un hombre excepcional. No simplemente en el aspecto diplomático por ser el hijo de un Barón y por contar con una de las estirpes más prestigiosas tanto en sus terrenos como en el extranjero; sino que era un excelente ser humano y en estas pocas semanas que habían pasado se había esforzado de una manera maravillosa para demostrarlo; aunque desgraciadamente eso no había causado ninguna diferencia ni en los pensamientos, ni mucho menos en el corazón de la Princesa.

Ella trataba de hacerse creer otras cosas, buscar otros motivos; pero en el fondo sabía la respuesta; la razón por la cual ella rechazaba lo que tanto había deseado y lo que era literalmente perfecto para su futuro, también había ocurrido esa misma noche del baile, minutos antes de conocer a su pretendiente.

Aquél vals, la máscara, la sensualidad, aquellos ojos centellantes, aquél beso; todo eso retumbaba una y otra vez en su cabeza, en su alma, en su piel; era como si hubiese quedado marcado en carne viva desde ese momento y no deseara desvanecerse jamás. Sabía que hacía mal en consentir aquél sentimiento, entendía que su destino ya estaba escrito, que debía de cumplirse así porque era la manera de proceder; aunque sin embargo ella ya no quería actuar cómo se debía actuar, en estos días ella había querido dejar a un lado los pensamientos aristocráticos y monárquicos y darse la oportunidad de sentir, de vivir de recuerdos; aunque todos ellos terminaran en una simple ilusión.

Y es que sin duda alguna esa era la realidad, lo que tanto ardía en su corazón; lo que deseaba reprimir y que por más que intentaba no podía. Todo había sido producto de un sueño, un sueño que la había mantenido perturbada y perdida entre el horizonte de la fantasía y la realidad. ¿Qué posibilidades había de que ella pudiera volver a encontrar a aquél caballero enmascarado? ¿Existiría la oportunidad de tener algo con él si llegase a encontrarlo? Y la más importante y crucial de todas, ¿se atrevería decirle que detrás del antifaz de Rassel era ella quien que se escondía?

Eran demasiadas dudas, demasiadas interrogantes que no hallaba cómo socavar y que la atormentaban cada vez que tenían la oportunidad de hacerlo.

―Princesa, le ruego que disculpe usted mi demora ―interrumpió a Elizabeth la voz de un hombre.

Entre Rosas y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora