Cap. X - El Secreto de Eduardo

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Eduardo

Un hombre se encontraba varado en medio de una gran habitación, una recámara que se perdía entre los largos y variantes pasillos enmaderados del Palacio Real. Él, con la mirada pérdida y las ganas de llorar reprimidas detallaba cada espacio del lugar ―como tenía de costumbre desde hace muchos años―, partiendo desde una enorme ventana, cuya hermosa y fastuosa cortina escondía uno de los más grandes balcones; hasta el más recóndito de los lugares.

La luz que se lograba colar entre sus finas telas le daba a toda la habitación un fulgor verde oliva, tétrico y solitario. Las paredes tapizadas con tonos verdosos y cremas, y la mueblería con ese toque envejecido que se hacía a la vez tan misterioso, tosco y varonil. Cada zona perfectamente intacta, arreglada, limpia, como si los años no hubiesen pasado y en cualquier momento su, ahora, difundo dueño; pudiera entrar de improvisto con su centellante mirada.

Pero la realidad, por más dura que fuera, no era esa. Y cuando a Eduardo, el Rey, esa verdad se le presentaba frente a los ojos; una inmensa ola de recuerdos y un profundo sentimiento de culpabilidad lo asfixiaban, y lo hacían sentir el ser más bajo y solitario de este mundo. Rápidamente las paredes para él se volvieron inmensos espejos, espejos en los cuales podía ver reflejados todos los momentos que había compartido con su hermano menor, el príncipe Gonzálo Bernabé.

Sí, era cierto; dejando a un lado esa maniática obsesión de su padre de ocultar la realidad y mostrar a sus súbditos la imagen de familia completamente intachable; la verdadera relación que él había tenido para con su hermano distaba mucho de la perfección. Ellos eran completamente contemporáneos, solos dos años los separaban; pero tal vez, esa había sido la más grande desgracia aunque no lo supieran. Desde pequeños habían sido muy unidos, eran muy parecidos en su forma de ser y actuar, y siempre se les podía ver compartiendo cada instante, esto era una gran alegría para los Reyes, ya que, sin mucho esfuerzo hacían que sus descendientes fueran un ejemplo vivo para todos los bernabenses.

En ese entonces para ellos no había grandes preocupaciones, su mayor inconveniente era ser los mejores jugando los pequeños príncipes, a cómo aprender a cabalgar, cómo empuñar adecuadamente una espada, y a cómo comportarse en sociedad. Aquellos vagos recuerdos ―la mayoría relatados años después por su madre―, eran los que el Rey Eduardo se esforzaba por mantener y no dejar atrás.

Una vez que los años pasaron los caracteres de los antiguos príncipes se fueron moldeando, y fue ese el momento en donde ambos se comenzaron a distanciar un poco, pero sin perder esa fraternidad que compartían; y fue justamente en ese entonces cuando, el momento de la verdad los había atrapado.

Una tarde el antiguo Rey Salvatore los había citado en su despacho, y ese día les explicó lo que pasaría en el futuro con su reino, y de la importancia que significaba ser el primogénito.

Eduardo sintió una fuerte punzada en el alma y una lágrima fría se derramó por su mejilla, cuando recordó cómo desde aquél momento todo había cambiado. Si bien era cierto que aún guardaba la relación con su hermano menor, desde allí todo era más impasible, más técnico, más diplomático; fueron desapareciendo los rastros de inocencia y juegos que los mantenían sujetos día con día; y en su lugar una brisa de madurez e intereses los fue envolviendo.

Mientras él se preparaba para algún día casarse y ser el próximo Rey de Bernabé por herencia; su hermano se iba a realizar asuntos con sus «compañeros», a los que había catalogado como amigos y que lo fueron distanciando cada vez más de la persona que desde la infancia era. Su carácter se fue tornando cada vez más solitario, frívolo y en algunas ocasiones temerario y burlón; tan parecido al de su padre, pero a la vez diferentes. Eso sin contar con la protección y excesivo favoritismo que su madre le otorgó.

Entre Rosas y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora