Cap. XXVI - Verdades con Sabor a Hiel

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Eduardo

El olor a moho invadía todo el lugar, las paredes de roca se alzaban recias en cualquier rincón al que se mirara, ciertas antorchas alumbraran un largo camino de celdas que se encontraban vacías. Éste era el sendero más alejado de todo el calabozo de Bernabé, ¿cómo era posible que él pudiera tener contacto con alguien? ¿Cómo?

Los guardias acompañaron al Rey Eduardo hasta un pequeño cubículo en donde sólo descansaba una persona con un libro en sus manos, una pequeña ventanilla en la parte superior del lugar dejaba entrar un poco de la luz del día, casi insuficiente para poder estar. Eduardo sintió compasión por el hombre que súbitamente le alzaba la mirada, ya no era la que él recordaba, hacía un par de años que había tratado de olvidar su existencia.

―Liberen el seguro de la celda y espérenme en la entrada del pasillo, yo los volveré a llamar cuando haya terminado lo que he venido a hacer ―ordenó el Rey a los hombres que lo acompañaban.

―Su Majestad, debo de advertirle que por su seguridad no podemos hacer eso. Este es un reo en aislamiento, nuestro deber es reguardar la integridad de su persona.

―Conozco muy bien a este reo, y también se perfectamente las razones por las cuales se encuentra aquí. Les pido que por favor acaten mis órdenes, no tomará mucho tiempo ―insistió Eduardo mientras veía cómo una irónica sonrisa se dibujaba en el rostro de la persona tras los barrotes.

―Como ordene, Rey Eduardo ―aceptó sin más argumentos el guardia, aunque no completamente seguro de la decisión tomada, abrió la puerta y dejó ingresar al Monarca sin despejar la mirada del reo, segundo más tarde selló nuevamente la puerta y echó a andar con su par.

―El Rey Eduardo Bernabé ―principió con voz sitiada el hombre dejando a un lado su libro―. Deberías de hacerle caso a los guardias, no es conveniente que la máxima figura del reino se encierre en una celda aislada con un... ¿asesino traidor? Ese fue el cargo por el cual me condenaron, ¿no es cierto?

―Facundo Grajales ―atisbó Eduardo haciendo caso omiso del tono mordaz de su acompañante―. Veo que estos años te han cambiado fuertemente.

―Podría ser, dime tú cómo estarías después de dos años encerrado en esta penumbra, leyendo los mismos libros una y otra vez, pagando una culpa que no es tuya ―su tono seguía siendo brusco, lleno de rencor, más sin embargo permanecía inmutable.

―Lo siento pero no he venido a este lugar a debatir por tus acciones del pasado, las pruebas fueron encontradas y la sentencia fue dada. Deberías agradecer que no se te haya mandado a pagar con tu vida.

―¿Y tú en verdad crees que a esto se le pueda llamar vivir?

―Dime tú porque al parecer has encontrado maneras eficaces de vengarte de nosotros ―reclamó Eduardo, el tono de la conversación ya se estaba tornando desagradable―. Facundo seré muy directo contigo. ¿Tú has tenido nuevamente contacto con el Gobierno del Norte? ¿Acaso no fuimos capaces de detenerte aquella noche cuando todo tu plan quedó descubierto en Vallencio?

―¿Tener contacto con el Gobierno del Norte? ¿Tú realmente sigues pensando que yo tenía un trato con esos miserables? ―rápidamente se encontraba de pie y haciendo frente al Monarca, no podía seguir escuchando que se le acusara de eso, no después de tanto tiempo.

Facundo Grajales nunca había sido un hombre violento y mucho menos desleal, sus principios estaban en contra de ello, por eso toda su vida se había dedicado a hacer frente al Gobierno del Norte, a condenar sus abusos tanto dentro como fuera de Bernabé. De todas las acusaciones que recordaba de aquél infame e injusto juicio que le realizaron, el cargo que más le había dolido era ese. Él no era un traidor.

Entre Rosas y EspinasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora