35. Expediente.

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El sonido de la radio lo despertó de repente. Encerrado en la comodidad de aquella gran camioneta que el departamento de seguridad les facilitaba a sus trabajadores para así patrullar con mayor eficacia, Eduardo abrió los ojos, sumamente molesto, mientras dejaba escapar el último ronquido de esa gratificante siesta que tanto bien le hizo.

Con un gran bostezo partiendo de su boca, analizó su entorno olvidado por el mundo del sueño y realizó unos cuantos estiramientos para desperezarse. Mientras tanto, la mujer al otro lado de la radio solicitaba refuerzos para la zona B; dictando las coordenadas y las posibles rutas a tomar en caso de que se toparan con un derrumbe con su mecánica y fría voz, en la que se había perdido todo resto de humanidad. Resultaba molesto escucharla, y en parte, escalofriante.

Para cuando termino él comunicado, al cual apenas y prestó atención, no pasó ni medio minuto cuando se solicitó refuerzos en la zona C, D, E y F, donde, según explicó lacónicamente, los ciudadanos llevaban un comportamiento lo suficientemente extraño como para considerarlo peligroso. «Muy bien. Esto es serio» pensó Eduardo, mirando con desdén el radio que estaba adherida a la camioneta. —Favor de reportarse lo antes posible. — pidió la mujer finalmente, mientras dejaba tras de sí, un ligero sonido de interferencia que hacía de su voz la más despreocupada e inhumana de todas. Eduardo tomó aire con fuerza y lo dejó escapar en un suspiro. Abrió la guantera de la parte derecha y de ella, sujetó un sobre amarillo. Lo miró por unos instantes y chasqueó la lengua, inconforme, recordando aquella charla en la que, horas atrás, se le había encomendado ese tedioso trabajo.

Se vio a sí mismo en la oficina de su jefe, donde la atmósfera, minuto a minuto, se sentía aun pesada e insoportable, mientras, sentado en una silla giratoria forrada en cuero negro, su superior le daba la espalda, ajeno a todos los modales impuestos desde su infancia. Sobre su escritorio, casi vacío de no ser por un pequeño calendario y un pisa papeles de figura indescifrable, un sobre amarillo esperaba cómicamente a mitad de la mesa de lustrosa madera.

La poca luz mañanera del día de la catástrofe apenas e iluminaba la habitación. Sin un sonido que aligerara el ambiente, Eduardo no podía hacer más que aguantar aquella incomodidad y buscar algún sonido lejano que escapase a la guardia de aquellas cuatro paredes, ya que ni siquiera el zumbido del aire acondicionado, aquel que tanto detestaba, se encontraba presente. Solo a lo lejos, y aguzando la oreja, alcanzó a escuchar el alboroto que provenía del piso de abajo; los trabajadores perdían la cabeza, corriendo de un lado a otro, y hechos un lio por la falta de electricidad que habían padecido, buscaban reagrupar los equipos de reconocimiento faltantes, vociferando a los cuatro vientos sus órdenes, que eran contestadas de igual manera.

« ¿Qué rayos hago aquí?» se preguntaba molesto y ansioso, esperando que su jefe se dignara a girarse para abrir la boca.

Había sido llamado de improvisto, minutos antes de llevar a cabo su rutinaria y ahora, necesaria, inspección.

Durante esos minutos de eterna duración para quien espera, más de una vez, se vio tentado a abrir la boca para acelerar las cosas. Porque después de todo ¿Qué podría pasar? Para su suerte, llevaba una buena relación con su superior. Siempre bromeaban y se saludaban con gran gusto y felicidad, se hablaban de frente y no había ningún cuidado en las palabras que empleaban. Sin embargo, muy a pesar de la buena relación que tenían, la atmósfera que se respiraba entonces, le advirtió guardar silencio.

—Lamento haberte llamado tan repentinamente, Eduardo...— comenzó a hablar su superior, por fin, aunque sin girarse a él. — ¿Te dirigías a realizar tu inspección, no es así? Bien, me temo que alguien deberá suplirte esta vez. Te necesito en otra labor. Pero primero, la carpeta sobre la mesa; ábrela. Eduardo siguió la orden al momento.

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