Dylan

118 3 2
                                    

Cuando no hacen caso es cuando las cosas salen mal. Observo mis manos y mis nudillos destruidos, aun así vuelvo a envolverlas en vendas, las que yacen empapadas en mi sangre y sudor y sobre ellas los guantes de ejercitación. Me pongo de pie mientras frente a mis ojos aún puedo contemplar las llamas de hoy por la tarde. Vuelvo a golpear el saco frente a mí. Siento que cada uno de mis golpes son como piedras que sacan chispas entre sí. El agotamiento me hace jadear, el sudor corre por mis sienes y estila de mi cabello, pero aún no es suficiente. La angustia no se va, por más que golpeo este maldito saco no puedo sacarla de mí. Como si esto no fuese suficiente, voces y rostros de mi oscuro pasado se hacen presentes encadenándome y hundiéndome cada vez más en una profunda desesperación que me lleva solo a aumentar la frecuencia y fuerza de mis golpes. Son casi las tres de la madrugada, la mansión estaría completamente en silencio si no fuese por mí, sólo en esta habitación oscura, sin más testigos que la soledad y la profunda oscuridad que me rodean. Una tenue luz ingresa a través del ventanal, la que me ayuda a guiar mis pasos dentro de este gran salón. Golpeo el saco con tal fuerza que siento que se desprenderá del techo, aun así buscaría algo o alguien más con quien continuar. El profundo dolor de uno de mis hombros me hace detenerme, el dolor es lo único en la vida que me ha hecho dar un pie al costado o pensándolo bien me hizo querer continuar. En mi corto receso observo el espejo frente a mí. Jadeando como un animal camino hasta quedar a algunos centímetros del cristal. Observo mis brazos que palpitan por el sobre esfuerzo y mi torso desnudo brilla debido al sudor. Me veo fijo a los ojos, las llamas están frente a mí. Me veo con furia.

― No debiste dejarle ir― Me reprocho respirando con dificultad.

Observo los músculos de mi cuello muy marcados y puedo sentir mis pulmones desviviéndose por mantener el aliento en mí. Siempre tomo las decisiones por todos, soy la mente de todos quienes me rodean.

Supe que se llevaría a cabo una subasta de antiguas estatuas muy valiosas y había una en especial que necesitaba para luego revenderla. "El marino de oro", una estatuilla de oro sólido con incrustaciones de diamante. Aun no tenía un comprador pero no tardaría en hallarlo.

― Tranquilo, yo voy por ti―dijo Steve con su semblante tranquilo.

― Sabes que me gusta asistir personalmente a ese tipo de eventos, quien sabe y traigo algo más ― reproché molesto― ¿Cuál es tu intención al desobedecer?, deja de hablar estupideces y ve a preparar a los hombres para mi salida―ordené masajeando mis sienes algo sulfurado.

― Mírate, desde que volviste anoche no sabes otra cosa más que beber y juguetear con tu manopla una y otra vez, solo quiero que tomes un respiro― insistió.

― Como me siento o me dejo de sentir es mi problema― reclamé

― No eres más que un niño consentido y malcriado ― Me dijo levantando una ceja con tranquilidad.

― ¿Quién me consiente? ― pregunté sin tomarle atención aún muy molesto.

― Tu mismo― aclara.
Dejé ver una sonrisa satisfecha.

― De todas maneras estás desobedeciéndome― Dije apoyando mi cuerpo en mis codos sobre mi escritorio y juntando mis manos.

― ¿Deberías asustarme?, Sabes que conmigo no te resulta esto de jugar el chico malo―me desafió entrecerrando sus ojos.

― Bien― accedí con un suspiro― Haz lo que quieras― dije despreocupado subiendo mis pies sobre el escritorio― Solo sal de mi oficina y déjame disfrutar de mi tarde libre entonces― relajando mi cuello aún con mi rostro severo.

― ¿Cual carro uso?― pregunta satisfecho.

― El blindado, deja que Ronald conduzca, tú ya estás ciego― recostándome en mi silla desganado― Los años― aclaré.
Asintió y se volvió en dirección a la salida.

Hermosa MentiraWhere stories live. Discover now