Con el paso de los días me fui haciendo más consciente de que era probable que no volviera a pisar mi hogar jamás, dejando atrás a todos los seres queridos con los que había crecido. Por el día me mantenía ocupada con mis quehaceres, pero por la noche, cuando en las calles reinaban las bestias, me veía obligada a encerrarme en aquella casa y no podía evitar romper en llanto cada vez que a mi mente acudían los recuerdos de mi familia.

Asimilé que allí viviría a partir de entonces, por ello decidí que, si tenía que hacerlo, al menos debía permitirme alguna comodidad para no volverme loca. Cuando conseguí cubrir las necesidades mínimas, me ocupé de limpiar a fondo la vivienda ruinosa y me impuse el objetivo de hacer de aquellas habitaciones una fortaleza en la que ni la radiación pudiera entrar. Parecía una idea imposible, producto de un momento de demencia, pero cuanto más lo pensaba, más forma tomaba el proyecto en mi cabeza.

Aislé aquel lugar de arriba abajo, sin dejar ni un hueco por el que pudiera colarse el aire del exterior. Poco a poco fui transportando arbustos hasta el interior, llenando cada rincón con plantas que pudieran funcionar como depuradoras del aire. Además, abrí una abertura en el techo que cubrí con varias capas de plástico transparente, esto último para que la luz entrara con mayor intensidad y que los vegetales pudieran hacer sus funciones vitales. Fuera era probable que el método no tuviera muchos resultados porque la concentración de contaminación era más alta de lo que los árboles podían limpiar, pero en unos pocos metros cuadrados como aquellos no había motivo por el que el procedimiento no pudiera tener efectos positivos. El sistema parecía rozar la perfección, sin embargo, no tuve la oportunidad de disfrutar de sus beneficios.

Eran las últimas horas de una tarde en la que los nubarrones negros habían llegado al cielo sin aviso previo. Yo caminaba por el bosque, apurando el paso ayudada de la muleta rudimentaria para poder llegar al refugio lo antes posible, a sabiendas de que la lluvia que amenazaba con caer podía tener cierto grado de acidez. De repente, las primeras gotas de la tormenta tocaron el suelo con unos golpes secos, y alarmada porque aún me encontraba muy lejos de la ciudad, intenté correr, pero mis heridas aún no estaban curadas del todo. Cada zancada era una oleada de dolor inevitable.

Caminé durante un largo rato, notándome cada vez más cansada por el ritmo frenético de mis pasos. De repente, un sonido cercano a mí hizo que me detuviera en seco. Las hojas continuaron crujiendo unos segundos más antes de que el silencio llegara de nuevo. No me había fijado hasta el momento, pero sentí un olor desagradable, que me hizo dudar si seguir adelante o adentrarme un poco más para ver de qué se trataba. Al final, la curiosidad mató al gato.

Me desvié del camino, insegura de si aquello era lo correcto porque las gotas ya comenzaban a mojar la tierra con mayor intensidad. Avancé guiándome por aquella potente peste que llegó a obligarme a respirar por la boca. Me sentía agotada, totalmente incapaz de hacer esfuerzos físicos, pero a pesar de eso no podía evitar involucrarme.

Solo pude dar unos pasos más hasta que algo me derribó. Sentí todo el peso de un cuerpo sobre mí, pero en mi campo visual únicamente había una gran mancha negra que se movía furiosa. Unas patas se posaron sobre mi caja torácica, oprimiendo mis pulmones y corazón. Era una bestia salvaje que se había estado alimentando de los restos de algún animal en estado de descomposición, pero que había visto la oportunidad de hacerse con una presa fresca y fácil de abatir. Noté las zarpas y los colmillos abriendo brechas en mi cuerpo, buscando un hueco por el que acceder a mis órganos y devorarme desde dentro. Sin fuerzas, forcejeé suplicando gritos de auxilio, pero nadie podía ayudarme ya. Agité mis brazos y piernas, tratando de deshacerme de aquel carnívoro sabiendo que sus fuertes fauces podrían romperme los huesos con facilidad. Lentamente fui dejando de sentir el dolor y se disiparon los gruñidos de aquella alimaña que sin piedad bebía del líquido rojo que manaba de mi cuerpo. Los párpados se me cerraron, la respiración se volvió más pausada, y cuando creí que ya no quedaba demasiado para el golpe final, el que me llevaría a la oscuridad para no volver jamás, el cuadrúpedo emitió un gemido lastimero y despareció igual que había llegado. Un rayo partió el cielo y el dolor regresó de nuevo a mi cuerpo. No pude evitar el alarido que sin poder evitar salió de mi boca.

Mainland.Where stories live. Discover now