Capítulo 3

1K 115 3
                                    

Había una persona, una en particular a quien Hermione podría culpar de su extraña y retorcida amistad con el profesor Snape, y esa era Luna Lovegood.

El pocionista nunca hablaba del tema, y posiblemente nunca lo haría, pero Hermione sabía que muy en el fondo él debia estar agradecido con la chica Ravenclaw. Despues de todo, había sido ella quien le había salvado de morir desangrado luego de las mordeduras de Nagini en la Casa de los Gritos, y se habia quedado con él hasta que fue posible transportarlo a San Mungo cuando finalmente la guerra hubo terminado.

Después de eso, Hermione se había encargado de cuidar al hombre durante su estancia en el hospital porque, a diferencia de Luna, podía soportar sus insultos y malas caras durante un día completo sin sentir la necesidad de llorar.

-¡Oh! No debes preocuparte, Luna. Al profesor no le importa que me quede, ¿cierto, profesor?

El hombre hizo una mueca que Hermione ignoro olímpicamente y desde aquel día, fue ella quien se encargó de aparecer cada mañana en su habitación, alegando que se quedaría a su lado hasta que pudiera dejar el hospital.

Snape nunca comprendió porque repentinamente la castaña estaba tan empeñada en ayudarlo.

Pero finalmente el hombre se había acostumbrado a su presencia, a sus incansables intentos por entablar una conversación y a su extraña costumbre de leerle en voz alta cuando pensaba que estaba dormido. Hermione también se había habituado a su compañía, a sus ácidos comentarios que paulatinamente desaparecieron y a sus mudas expresiones que, secretamente, disfrutaba descifrando.

Sin darse cuenta, Hermione había atravesado la barrera que era Severus Snape y había llegado a conocer realmente una milésima parte del misterio que era ese hombre. Snape no se lo había puesto fácil, pero, para cuando pudo darse cuenta, estaba demasiado acostumbrado a la presencia de esa Gryffindor haciendo estragos en su vida como para volver a ser que sea que habia sido antes.

***

Hermione sabía que Snape la consideraba su amiga, o eso le gustaba pensar, sin embargo, nunca había tenido una prueba verdadera de lo que el profesor pensaba de ella hasta esa tarde, varios días después del castigo de Slughorn; el mismo día en que había tenido que repetir la dichosa prueba.

-¿Herms?

Ron había permanecido de pie fuera del aula de Pociones durante la hora completa, esperando por su amiga.

Hermione sabía que era la culpabilidad quien lo obligaba a estar ahí, pero en su interior, le gustaba pensar que el pelirrojo tenía alguna otra razón oculta para desear acompañarla.

-¿Cómo salió todo?- saltó encima suyo apenas ella abrió la puerta.-Estoy seguro de que lo haz hecho excelente.

Hermione a penas asintió porque justo ahora, en lo único que podía pensar era en Snape y la poción Revitalizante que dos noches antes le había enseñado a elaborar en la mitad de tiempo de lo que indicaba el libro, cosa que le había ganado la absoluta admiración de Slughorn.

Fue justo en mitad del pasillo menos concurrido del colegio que llevaba al vestíbulo, donde Parkinson y su séquito de víboras aparecieron.

Si bien la guerra había terminado, los resentimientos aún permanecían en el aire, ejemplificados mejor que nunca por cada miembro de la casa de Slytherin que había vuelto al colegio para terminar con sus estudios.

Hermione comprendía el resentimiento de la chica, hasta cierto punto. Su padre había sido remitido a Azkaban apenas la guerra había terminado, con la opción de una pequeña disculpa pública, como habían hecho el resto de los arrestados, a cambio de su libertad. Pero el hombre se había negado.

MarcasWhere stories live. Discover now