18. Déjà vu

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Una luz brillante, la cual no parece pertenecer al sol —más bien a la luna—, llega a mis párpados de manera imprevista. Me veo obligada a utilizar mis ojos para reconocer el lugar en el que me encuentro. Paredes blancas, cortinas azules cubriendo una ventana, techo y suelo de madera, estantes sosteniéndose a los muros con libros de asignaturas escolares. Sin embargo, no puedo moverme para observar el resto de la gran hectárea. Cuando mis piernas desnudas se deslizan y estiran al estar entumecidas, noto algo sujetarlas, como una enredadera humana. Advierto brazos fuertes rodear mi cintura y un aliento suave, pero caliente, en mi nuca. Mi lengua sabe a menta y mis dientes tienen una textura tanto suave como resbaladiza. Mis fosas nasales consiguen atrapar un perfume que reconocería a kilómetros de distancia, y eso enciende una luz roja en mi cerebro, como una alarma que le da descargas eléctricas a mis arterias. Es entonces cuando mis músculos se ponen tensos y mis manos, las que se entrelazan con las suyas sin razón aparente, se liberan con desesperación. Mi espalda abandona su pecho y mis pies se dirigen a tierra firme, por así decirlo, para después encerrarme en el baño, escuchando su voz ronca y adormilada.

—¿Sky?

Muerdo mi labio inferior con fuerza.

He dicho que no mencione mi apelativo otra vez, y allí se encuentra, del otro lado de la puerta, intentando llamar mi atención como aquella vez que arrojó piedras a mi ventana, aunque en este momento parece ser sincero el hecho de querer que regrese con él. Y lo detesto. Detesto sentir que aún lo extraño, con el maquillaje negro deslizándose bajo mis pestañas, porque eso es lo que veo. Una chica de tez pálida, con grandes ojeras, clavículas notándose sin hacer esfuerzo alguno o un breve movimiento, estómago estrecho y vacío, brazos flacos al igual que la parte de los muslos, y un corazón demacrado desde la última vez que oí mi nombre en sus labios. Definitivamente estoy arruinada. Seguramente, no volveré a ver el brillo en mis ojos cafés como antes. Ni siquiera una sonrisa sincera cuando curve mis labios, o un respiro sin dolor en mi pecho.

—¿Sky, estás bien?

Cierro mis párpados.

He dicho que no diga lo que tanto me quita la respiración. He dicho que era suficiente. Que quería arrancar el interminable sentimiento en mi corazón. El que me hacía quererle ¿Por qué me encuentro en su habitación entonces, arrodillada en el suelo y abrazándome a mi misma?

El frío se cuela por mis huesos, congelando mi cuerpo. Parece fundirme en hielo, mientras allí afuera, el fuego se propaga, queriendo alcanzarme para lograr un incendio. No puedo permitirlo. Salir, sería un error.

—No debería estar aquí, Ansel. Lo sabes.

—No podía llevarte a casa, Sky.

—Detente, por favor —aprieto mis dientes con aflicción.

—¿De qué hablas?

Sky —mis manos tiemblan cuando llegan a mis costillas y mis uñas se deslizan por encima de ellas logrando interminables escalofríos que no dejan de extenderse—. Sólo...no lo repitas.

El ambiente se fusiona en un gran silencio, pero las yemas de mis dedos aún se dispersan por la corteza que hace referencia a mi figura. Siguen escarbando entre mis huesos, los visibles a una distancia determinada, queriendo encontrar algo ¿O es la necesidad de sentir que realmente soy yo la que parece pudrirse con el tiempo, desintegrándome como un esqueleto sin vida? El tacto que proporciono se vuelve deseoso, como si realmente precisara de la ruina que es mi organismo. Puedo mirar las líneas color carmesí que consigo en mi tez blanquecina y el escozor que no deja de inquietar a mi corazón, el cual bombea y hace que mi propia saliva se convierta en ácido.

—Abre la puerta, por favor —suena preocupado—. Lo que sea que estés haciendo, haz que pare.

—No puedes verme —procuro murmurar en voz baja mientras mi piel arde.

Trastornos: Mi extraordinario cielo [SIN EDITAR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora