Capítulo V: Bistec Quemado

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Se abre el ascensor y me dirijo directamente a la oficina del huevón de Nathan. No me preocupo por saludar a su sensual secretaria ni a su extremadamente caliente asistente; no tengo ánimos de coquetearles ni mucho menos darles break de que comiencen a fantasear conmigo. Estoy que hiervo y no sé porqué.

Sí, sí sé... ¡Tengo a alguien invadiéndome la cabeza! Anoche salí a buscar a mi próxima nena para que sea mía por los siguientes meses y ninguna llenó mis expectativas. Maldición, siempre aparecen sus enormes muslos, su abdomen abultado... sus estrías. ¿Qué carajo? ¿Estoy enfermo? ¿Cómo un cuerpo así puede provocarme tanto deseo? En esta semana me he pajeado cinco veces. ¡Cinco putas veces! ¿Saben desde cuándo no me masturbaba? ¡Por Dios! Eso es para adolescentes vírgenes o desesperados. Esto no puede estar pasándome.

Entro a la oficina del pana* mío y lo veo sentado en su escritorio con una sonrisa de pendejo mirando a la pantalla de su celular. Me molesta verlo tan idiota por esa mujer. Se supone que somos los dioses del sexo sin compromiso. Ahora me quedo solo en esto.

—¡Mi amor! ¿Qué haces aquí, puchungo? — Me dice en tono divertido.

Lo miro con horror. ¿Desde cuándo es Miss Simpatía el cabrón este?

—¿Ya no eres seco, estirado, controlador, tirano y rígido?

—Yo no era así...

—¿Ajá?

—Bueno... Pues he cambiado; soy un hombre enamorado ahora.

—No sigas hablando que voy a vomitar... Se escucha tan extraño eso viniendo de ti, que estoy pensando seriamente en que los extraterrestres existen y te secuestraron... Hay un marciano habitando dentro del cuerpo de mi mejor amigo. ¡Sal del flácido cuerpo de mi amigo, desgraciado! ¡No vas a invadir el Planeta desde su cuerpo!— Le digo sacudiéndolo.

—Qué estúpido eres... Déjame ser feliz, envidioso. Y sabes bien que estoy duro.

Viro los ojos. Es cierto, tiene un cuerpo tonificado. Ambos nos pasamos en el gimnasio siempre que tenemos tiempo.

—¿Envidiarte a ti? Por Dios, sabes lo que pienso del amor.

—Un cobarde, eso es lo que eres.

—Lo dices como si hace meses atrás tú no te alejabas del amor poniendo reglas. Dime, ¿ya la Micawell sabe por qué añadiste la regla de "no enamorarse"?

—No... Y no lo sabrá nunca.

—Tú y yo sabemos que la regla no existía antes de la doñita...

—¡Cállate cabrón!

Si fuera otro, ya se hubiera meado en los pantalones al escuchar el tono amenazador de Nathan, pero soy su mejor amigo y lo conozco como a nadie... Conmigo es el único que se ha atrevido a contar su pasado oscuro y yo no le temo.

—Vale me callo... Pero sabes que la regla fue por ti, chupa viejas.

—¡Serás cabrón!— Me insulta y me tira con la bola de liberar estrés—. Ya lo superé... Vale, que es cierto que estuve enchulado de Carmen, pero con Kayla es distinto... Es... Jamás sentí esto... Es mucho más fuerte que la aventura que tuve con la abogada. Y además, Kayla nunca ha preguntado sobre ellas. Es más, es como si nunca hubieran existido.

—Te creo... ¿Sabes a cuántas mujeronas te has tirado y no te inspiraban a pasar de un solo encuentro?... Nathan, un día tendrás que abrirte y decirle todo lo que te llevó a ser el hombre de los mandamientos— digo, esta vez serio.

—¿Mandamientos? Respecto a las mujeres, en realidad, no son muchas.

—Cierto, a ti no se te pegan como a mí. Y claro, ¿no sabes que a Moisés Dios le otorgó los diez mandamientos? Pues tus reglas son diez... Así que son "Los Mandamientos de Nathan."

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