La llave V

882 59 6
                                    

Rachel

Quinn conducía a una velocidad de vértigo, aún más deprisa que de costumbre.

Su semblante, serio y furioso, me tenía perpleja. Se había enfadado de tal forma al ver a aquel hombre acosándome que irradiaba una inmensa rabia que jamás había mostrado hasta ahora. Me daba igual que el coche avanzara como si se tratase de una carrera: el alivio por haber salido de allí impedía que me atemorizara la velocidad. Me habría tirado de un puente si hubiese sido necesario para zafarme de aquel baboso que me había traído tantos malos recuerdos.

Aquel tipejo se había abalanzado sobre mí nada más verme, empeñado en conseguir que me enrollara con él. Había paseado su asqueroso dedo por mi escote, haciéndome sentir una repulsión indescriptible. Si no era capaz de liarme con nadie por voluntad propia, no podía ni imaginar cómo me habría sentido en manos de ese asqueroso si Quinn no hubiese aparecido en escena.

— ¿Cómo estás? ¿Más tranquila? —me preguntó, tratando de sonar calmada.

Aunque era evidente que la furia le consumía.

—Sí, gracias... —murmuré—. Gracias por todo: por quitármelo de encima, por pegarle y por sacarme de allí.

—No me las des, ha sido un placer darle su merecido —masculló entre dientes—. ¿Tienes frío?

—No, ahora no, ya estoy mejor —contesté, arropada por su enorme sudadera, que en mí parecía gigantesca—. Quinn...

—Dime.

— ¿Conocías a ese tipo? —pregunté. Me daba la impresión de que así era.

—No, no realmente. Unos minutos antes de verle acechándote me ha estado dando el coñazo.

Seguía contrariada. Sus ojos, muy fijos en la carretera, parecían casi negros, con sus pupilas dilatadas y oscuras. El verde al que me tenían acostumbrada apenas se distinguía.

Aquella aparente irritación parecía habérselo tragado. Conducía con una sola mano, agarrando el volante de cuero con fuerza mientras miraba fijamente a la oscura carretera. Se hizo el silencio otra vez. Tan sólo se escuchaba el murmullo del potente motor.

—Siento que te hayas visto envuelta en una situación tan desagradable —se disculpó—. No era mi intención pegarle, pero es que cuando ha dicho ese comentario tan machista he perdido la razón. La verdad, hay veces que los hombres son unos cerdos...

—No es tu culpa, ha sido mía por vestirme así.

—Rachel, por favor, no digas tonterías —me regañó—. No vas vestida de ninguna forma extravagante. Y, aunque así fuera, eso no da derecho a nadie a tratar a una mujer como una puta.

—Lo cierto es que un poco provocativa sí que voy ...

— ¡Dios mío! —exclamó incrédula—. ¿De dónde sacas esa idea tan estúpida? Me parece que estás un poco confundida con qué es demasiado provocador para un hombre — añadió en un tono maternal, mostrándose algo más relajada.

No era raro que yo pensara de esa forma teniendo en cuenta que llevaba meses tapándome como una monja. Aquella era la primera noche que me arreglaba un poco más y ¡zas!: sin comerlo ni beberlo se me tiraba un plasta encima.

—Y tú, ¿estás mejor? — le pregunté—. Estabas muy alterada hace un momento. No es necesario que te lo tomes tan a pecho. Al fin y al cabo ha sido problema mío.

—No estoy así sólo porque te haya tirado los trastos ese indeseable...

—Entonces, ¿qué ha pasado?

La canción número 7 (Faberry)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora