Enigmas I

1K 62 2
                                    

Rachel

Kitty no había probado bocado. La comida en su plato ya debía estar más que fría. Cierto es que los menús de la cafetería de su facultad no eran como para pertenecer a una guía gastronómica, pero eran pasables. Eran ya las tres y media de la tarde y me costaba creer que ella no tuviera apetito a esas horas. Su semblante taciturno evidenciaba que se encontraba algo ausente. La conocía muy bien: se esforzaba en aparentar normalidad. Sin embargo, yo sabía que estaba muy triste. A pesar de esa aparente jovialidad con la que solía mostrarse, en los últimos meses Kitty lo había pasado muy mal. Su padre se había ido de casa sin previo aviso. Una tarde, al regresar de la universidad, se encontró con que él ya no vivía allí. Había hecho las maletas y se había trasladado a Madrid con una mujer poco mayor que nosotras.

Sus padres habían pasado por altibajos, como muchos matrimonios. No obstante, ni su madre ni ella se esperaban una sorpresa así. Por lo visto, su padre llevaba saliendo con aquella joven casi un año, demostrando lo buen actor que podía ser, ya que nadie había sospechado nada. De la noche a la mañana, Kitty se quedó sin figura paterna pues, desde su marcha, no había vuelto a dejarse caer por Montegris. Estaba furiosa y no se había molestado en ir a verlo, a pesar de que él le había rogado miles de veces que fuera a Madrid a visitarle. Ella siempre me decía: "Si me quiere ver, que mueva el culo, no voy a ser yo la que tome la iniciativa, porque no soy yo la que ha abandonado a su familia. Yo sigo aquí, donde siempre he estado".

Había tratado de apoyarla en aquella compleja y dolorosa situación. Entendía su rabia, lo abandonada y desconcertada que se sentía, y le había aconsejado que hablara con su padre cara a cara. Por muy duro que fuera enfrentarse a ello, era mejor coger el toro por los cuernos. Kitty tenía derecho a pedirle una explicación, y él no podría eludir su deber de dársela.

Seguramente la respuesta no la iba a satisfacer, tampoco la iba a aplacar, pero por lo menos actuaría como un catalizador para que comenzase a asimilar lo ocurrido. Casi me mató de un susto cuando, al escuchar mi sugerencia, me llamó loca a gritos, en un ataque de descontrolada histeria que acabó en un océano de lágrimas, con lo que decidí no volver sacar el tema a menos que ella lo hiciese.

Kitty bloqueó el asunto y lo desterró al fondo de su mente. No volvió a decir nada al respecto, como si no hubiera sucedido nunca. Era como si su padre no existiera, obviándole de todas las conversaciones e historias. Si contaba alguna anécdota de su niñez, lo excluía por completo, incluyendo sólo a su madre. Para ella ya no existía el plural en lo que a su familia se refería. Había borrado los recuerdos de su padre. Eso me preocupaba, ya que antes o después le pasaría factura. Regresaría a ella como una bestia embravecida que ha sido acorralada durante demasiado tiempo. No podía asegurar que ésa fuera la razón que le quitaba el apetito; no obstante, mi intuición me señalaba que así era. Fuera lo que fuese, tenía que averiguarlo porque no soportaba más verla tan abatida.

-Kitty, ¿qué ocurre? -me decidí a preguntar. Sus ojos, que carecían de su acostumbrado brillo, me miraron incapaces de ocultar su angustia a pesar de que ella tratara de restarle importancia.

-Nada, uno de esos días torcidos. -Se encogió de hombros.

No me lo tragaba; había algo más que un mal día oculto bajo aquel hastío.

-No disimules. No me lo cuentes si no quieres, pero quiero que sepas que no me convences.

-Rachel, mira por la ventana: hace un día de perros, las clases de hoy han sido aburridísimas y todavía tengo que ir a una conferencia que promete ser tediosa -dijo con un profundo suspiro-. Yo también tengo derecho a sentirme desgraciada de vez en cuando.

-De acuerdo, me rindo -concluí-. De todas formas, ya sabes dónde estoy si necesitas desahogarte.

-Gracias. -Se esforzó por sonreír, sin mucho éxito.

La canción número 7 (Faberry)Where stories live. Discover now