¡Vive!

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Después de mi cumpleaños decidí que lo mejor para mi salud mental era alejarme un poco de Mikael y conocer a otros chicos, ya que el tenerlo de mejor (y único) amigo estaba empezando a hacer que lo viera con otros ojos. Él tenía demasiadas cosas que me gustaban y yo no quería ser la tercera en discordia de ninguna relación.

Aunque me jodiera, aunque quisiera a Mikael para mí, yo quería hacer lo correcto. Aquello que mis valores me decían que estaba bien.

Aproveché la excusa de los exámenes para dejar de salir, si no salía, no lo vería. Además él también estaba liado, por lo que no pareció notar mucho mi ausencia, si bien de vez en cuando hablábamos por chat...

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Aquella mañana estaba total y absolutamente enfadada conmigo misma. Acababa de salir de un examen de Relaciones Internacionales que llevaba semanas preparando pero, en el último momento, me había quedado en blanco y no pude responder a las preguntas del tribunal.

Sólo me quedaba esa asignatura y una optativa para terminar mis estudios y ahora tendría que esperar hasta septiembre para volver a pasar este examen, con lo cual mi plan de pasar el verano viajando se había ido al traste.

Tan sumida en mi mundo estaba, que no vi una de las muchas columnas de mi facultad hasta que prácticamente me choqué con ella. Por suerte para mí, en el último minuto un chico me tomó del brazo y me apartó evitando así que mi día empeorase aún más por culpa de un chichón en la frente o, peor, la nariz rota.

- ¡Gracias! -dije inmediatamente a mi "salvador". Tenía los ojos azules y una cara muy mona. Era un poco bajito y parecía más pequeño que yo, probablemente sería de primer curso.

- ¡No hay de qué! -contestó con una sonrisa muy, muy, muy bonita. Tan bonita que la estatura y posible yogurinidad pasaron a un segundo plano.

- ¡Te debo una! - le dije amablemente y seguí caminando.

- ¡Ey! ¿qué tal si te invito a un café y así me debes dos?

Me eché a reír y le hice un gesto con la cabeza para que me alcanzase. Fuimos a la cafetería y estuvimos hablando casi una hora. Se llamaba Sera, era de primer curso de telecomunicaciones, le apasionaba el surf y su sueño era irse a vivir a Australia. Nos intercambiamos los números de teléfono y quedamos en llamarnos para quedar en el fin de semana.

Cuando me despedí de él me sentía ligera, contenta... ¡y me había olvidado del examen!

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Ese fin de semana quedamos. También quedamos la semana siguiente varios días para comer juntos en la facultad.

Y el mes de mayo llegó a su fin.

Estaba contenta, feliz. Sera era todo alegría y luz, podíamos pasar horas hablando y, aunque aún no nos habíamos besado, no me importaba ya que nos gustábamos mucho.

A veces hablaba con Mikael, pero mi mente estaba siempre con Sera. Él no me decía nada al respecto (aunque yo le hablaba de él). Sólo me decía que estaba rompiendo con todas sus "esposas" y que la oferta seguía en pie, pero yo sólo me reía diciéndole que eso nunca (jamás) iba a pasar.

A mí me gustaba Sera, ¿para qué necesitaba a Mikael?

No tenía ni idea de que mi vida estaba a punto de romperse en pedazos y que iba a tener que tragarme mis "yo nunca" aderezados con muchas, muchísimas lágrimas, rabia y odio.

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Era martes y había quedado con Sera para acompañarle a la playa mientras hacía surf. Todo iba bien entre nosotros, pero cuando llegó lo noté raro: entre eufórico y nervioso.

Me contó que había conocido a una chica en el supermercado muy simpática que también hacía surf y que se iba a unir a nosotros esa tarde. Confiada y tranquila le dije que me parecía estupendo.

Cuando apareció la chica y le vi la cara a ambos noté una patada en la boca del estómago: ella era bajita, rubia con el pelo larguísimo, los ojos azules, un tipo precioso... y acababa de cumplir 17 años.

No quise hacer caso a mi instinto y pasamos la tarde los tres juntos.

Elena parecía buena chica, muy... "cuqui". Demasiado niña para mi gusto, pero mi mente diplomática me obligó a ser amable si bien su voz me daba dolor de cabeza. Nos contó, con lágrimas en los ojos, que estaba destrozada porque su novio se había ido a estudiar fuera, que se sentía muy sola y que a penas tenía amigas porque todas la habían dejado de lado. Me dio pena porque me pasó algo similar cuando salía con mi ex: mi mejor amiga se enfadó porque yo estaba ciega y no veía lo idiota que era. Tenía razón, pero me dolió que se distanciara de mí por ese motivo.

Sera la miraba con tristeza infinita, totalmente conmovido y le juró que nosotros no la dejaríamos sola.

A partir de ese día la actitud de Sera cambió, a penas me llamaba o escribía, siempre ponía excusas para quedar... imaginé que algo le pasaba y que tenía que ver con Elena, su nueva amiga. Así que un día le llamé yo para hablar y aclarar las cosas.

Si le gustaba Elena, lo entendía, pero no entendía que ni siquiera le importase nuestra amistad.

Llamé y esperé a que sonara una vez... dos... tres...

- ¿Síííí? ¿Dígame? -una voz que reconocí como la de Elena me contestó.

- Hola... ¿Elena? soy Gabriela, me gustaría hablar con Sera, ¿me lo puedes pasar?

Al otro lado del teléfono se hizo el silencio durante unos segundos.

- Lo siento, mi novio no se puede poner. Te agradecería que lo dejases tranquilo, ¿no ves que nos molestas? Chauuu.

Y me colgó. Así sin más. Me quedé atónita, mirando al teléfono. ¡Eso sí que no me lo esperaba! la mosquita muerta me había levantado al chico que me gustaba delante de mis narices y todo por querer ser buena persona.

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Estaba dolida, indignada y con ganas de llorar, así que, aunque era bastante tarde, decidí salir de casa para comprar un bote de helado y alquilar una película .

¿Sabes mi vida? Si Sera no hubiese sido tan imbécil, no se habría dejado enredar por Elena. Si yo no hubiese querido hacer las cosas bien, no lo hubiese llamada y no me habría llevado semejante berrinche y, por tanto, no hubiese salido de casa.

Y si no hubiese salido de casa, el yonqui que entró a robar en casa con la pistola cargada con una sola bala, probablemente me hubiese encontrado primero a mí y no a mi padre.

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Cuando volví a casa vi la policía y una ambulancia en la puerta. Pero de ese momento sólo recuerdo vagamente haber dejado caer todas las cosas e ir corriendo para encontrar a los paramédicos tratando de retener a mi padre, cuya vida se iba.

Sólo pude correr a su lado y abrazarle entre lágrimas, diciéndole lo mucho que lo quería, que no me dejara.

Sus últimas palabras, en cambio, nunca las olvidaré:

- Gabriela, sólo tienes una vida y una oportunidad de hacer las cosas: ¡vive!

Y, cuando su mano soltó la mía, pensé que quizá debía pensar menos y vivir más. Ese suceso, pequeña mía, fue el detonante de todo lo que pasó después.



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Eva, lo prometido es deuda: este capítulo es para ti :)

Cartas a mi hijaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora