12.- 💎Juana la campa de vengará💎

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Frente a éste mi último amo, me quedo en pie para no sentir de cerca su casa bonita y llena de ventanales y libros por todas partes, pero él me dice como nunca siéntate, Juana, vamos a hablar como amigos, ya van tres años que trabajas en mi casa; pero yo digo no, muchas gracias, estoy bien así no más. Me dice que olvide a mis otros patronos por malos y perversos. Dice que por ser jóvenes nos hemos llevado bien, siempre que yo haya cumplido con mis obligaciones de cocinera y lavandera. Es la tercera o cuarta vez que me regaña por contestarle mal a su mujer, tan linda que me asusta cuando la veo.

Mientras agacho la cabeza me está diciendo quién soy, cómo salí de Oxapampa hasta la cocina de mi primera ama ya muerta, cómo me sentí al dejar el monte y subir a esa casa con ruedas y ronquidos que sólo después supe llamar camión. Me cuenta hasta cómo, sin saberlo, yo estaba resentida de que mis padres me hubieran vendido por un corte de tocuyo de veinte soles. Lo dejo hablar: debe ser cierto lo que dice un maestro de colegio de Media como él. Después de todo, soy apenas una campa sin edad precisa aunque joven, sin una partida de bautismo o nacimiento, sin nadie más en el pueblo con mi forma de cabeza, cara y piernas. Dice que ha investigado bien toda mi vida antes de recibirme en su casa y enseñarme a leer y escribir tan bien como a cualquier señorita. Ahora eres otra, puedes pasar muy bien por mi sobrina —se sonríe—. Y te gusta leer revistas y periódicos más que a mi mujer. ¿Te acuerdas cómo llegaste..? Y sigue y sigue hablando como un loro: que lo haga si cree que va a cambiarme.

Pagaron por ti un corte de tocuyo de veinte soles en el mercado de Oxapampa —dice—; a tu lado se vendían plátanos para hacer pan, toda clase de yuca y tapioca, piñas y paltas mejores que las que llevan a Lima y unos monos chicos para comer, son ricos ¿verdad?, especialmente la cabeza que se chupa durante horas. Tú eras otro monito gritón y miedoso, escondido en los andrajos de tu madre. Claro que ella no te ofrecía en voz alta ni decía tu precio, pero los hombres de La Merced o San Ramón ya sabían cómo comprar niñas. Ella les pidió dos cortes de tocuyo o seis tarros de anilina alemana, o una lampa nueva, o dos machetes filudos y de buen tamaño, así fueran usados. Pero dos de esos mercachifles, que metían desafiantes las botas en el barro, le dijeron un corte de tocuyo o nada; y empezaron a irse para que tu madre te cargara y los siguiera, rogándoles que te compraran de una vez.

No te diste cuenta —sigue diciendo él—. En cosa de un rato ya estabas arriba en el camión de los mercachifles, sentada en la plataforma y mirando al cholito de diez años que se había puesto entre los chanchos y tú, para que no te comieran. Sin duda gritaste mucho viendo que tu madre te dejaba, pero eso pasaría pronto o jamás, como todo en el mundo. Con el camión en movimiento la tierra dio vueltas por primera vez para ti y el monte fue como un solo árbol, cortado en dos por la cicatriz del camino, sobre el que ya caían hojas y ramas para tratar de borrarlo. El cholito no entendió lo que pudiste hablar y tú creíste por un momento que los chanchos, nuevos para ti, conspiraban en su propio lenguaje; subiendo entre muchas vueltas, terminaste por gruñir como ellos y vomitar un embarrado de plátano y yuca que hizo fruncir la cara del chico que se alejó de ti.

Cada vez que el vómito te exprimía haciendo crecer de dolor tu cabeza, el camión se paraba, uno de los hombres abría la reja de atrás y los dos con el chico bajaban a un chancho gritón y lo vendían en una puerta, no por un corte de tocuyo sino por plata o billetes. Y otra vez la marcha, el vómito, los fuertes latidos dentro o fuera de la cabeza, y de nuevo un chancho menos que gruñía y pataleaba al despedirse. Y luego te quedaste solita en la plataforma, porque hasta el chico fue vendido en otra puerta (lo creíste así aunque sólo había vuelto a su casa después de trabajar). El camión entró por un camino muy largo lleno de gente y puertas, gente y puertas. En vez de chozas había unos grandes bultos techados para la gente, y por todas partes animales con ruedas como éste, o más pequeños, moviéndose y produciéndote un dolor en los ojos y el estómago. Así conociste La Merced. En la plaza te dejaron como en una jaula para que los curiosos te miraran, una campa, oh una campa del monte, sentadita en la plataforma, envuelta en la manta rota —lo único que te dejó tu madre—, y sin poder hablar, primero porque apenas estabas aprendiendo a hacerlo cuando empezó este viaje, y luego porque la boca de los curiosos era totalmente nueva y rara. Hasta que tus dueños los apartaron, subieron adelante, se movió el gran animal con ruedas y allá seguiste bajo el sol de la tarde por tierras que al fin se veían un poco entre los árboles. Era San Ramón, donde una banda de viejos y viejas se paseaba por la plaza y te descubrió en el camión, hasta que una pareja de ellos pagó el precio y te llevó a su cocina cuadrada y pequeñita, con el suelo lleno de hormigas y cruzado por los viajes de cuyes y conejos; te sentaste quieta como una gallina enferma, mirando el fogón de donde sabías que tarde o temprano vendría la comida.

𝕃𝕆𝕊 𝕄𝔼𝕁𝕆ℝ𝔼𝕊 ℂ𝕌𝔼ℕ𝕋𝕆𝕊 ℙ𝔼ℝ𝕌𝔸ℕ𝕆𝕊Donde viven las historias. Descúbrelo ahora