9.- El vuelo de los cóndores

1 0 0
                                    

I

Aquel día demoré en la calle y no sabía qué decir al volver a casa. A las cuatro salí de la Escuela, deteniéndome en el muelle, donde un grupo de curiosos rodeaba a unas cuantas personas. Metido entre ellos supe que había desembarcado un circo.

– Ese es el barrista –decían unos, señalando a un hombre de mediana estatura, cara angulosa y grave, que discutía con los empleados de la aduana.

– Aquél es el domador. Y señalaban a sujeto hosco, de cónica patilla, con gorrita, polainas, fuete y cierto desenfado en el andar. Le acompañaba una bella mujer con flotante velo lila en el sombrero; llevaba un perrillo atado a una cadena y una maleta.

– Éste es el payaso –dijo alguien.

El buen hombre volvió la cara vivamente:

– ¡Qué serio!

– Así son en la calle.

Era éste un joven alto, de movibles ojos, respingada nariz y ágiles manos. Pasaron luego algunos artistas más; y cogida de la mano de un hombre viejo y muy grave, una niña blanca, muy blanca, sonriente, de rubios cabellos, linda y morenos ojos. Pasaron todos. Seguí entre la multitud aquel desfile y los acompañé hasta que tomaron el cochecito, partiendo entre la curiosidad bullanguera de las gentes.

Yo estaba dichoso por haberlos visto. Al día siguiente contaría en la Escuela quiénes eran, cómo eran, y qué decían. Pero encaminándome a casa, me di cuenta de que ya estaba obscureciendo. Era muy tarde. Ya habrían comido. ¿Qué decir? Sacóme de mis cavilaciones una mano posándose en mi hombro.

– ¡Cómo! ¿Dónde has estado?

– Era mi hermano Anfiloquio. Yo no sabía qué responder.

– Nada –apunté con despreocupación forzada– que salimos tarde del colegio...

– No puede ser; porque Alfredito llegó a su casa a la cuatro y cuarto...

Me perdí. Alfredito era hijo de don Enrique, el vecino; le habían preguntado por mí y había respondido que salimos juntos de la Escuela. No había más. Llegamos a casa. Todos estaban serios. Mis hermanos no se atrevían a decir palabra. Felizmente, mi padre no estaba y cuando fui a dar el beso a mamá, ésta sin darle la importancia de otros días, me dijo fríamente:

– Cómo jovencito, ¿éstas son horas de venir?... Yo no respondí nada. Mi madre agregó:

– ¡Está bien!...

Metíme en mi cuarto y me senté en la cama con la cabeza inclinada. Nunca había llegado tarde a mi casa. Oí un manso ruido: levanté los ojos. Era mi hermanita. Se acercó a mí tímidamente.

– Oye – me dijo tirándome del brazo y sin mirarme de frente –, anda a comer...

Su gesto me alentó un poco. Era mi buena confidente, mi abnegada compañera, la que se ocupaba de mí con tanto interés como de ella misma ¿Ya comieron todos? le interrogué. –Hace mucho tiempo. ¡Si ya vamos a acostarnos! Ya van a bajar el farol...

– Oye, –le dije–, ¿y qué han dicho?...

– Nada; mamá no ha querido comer...

Yo no quise ir a la mesa. Mi hermana salió y volvió al punto trayéndome a escondidas un pan, un plátano y unas galletas que le habían regalado en la tarde.

– Anda, come, no seas zonzo. No te van a hacer nada... Pero eso sí, no lo vuelvas a hacer...

– No, no quiero.

𝕃𝕆𝕊 𝕄𝔼𝕁𝕆ℝ𝔼𝕊 ℂ𝕌𝔼ℕ𝕋𝕆𝕊 ℙ𝔼ℝ𝕌𝔸ℕ𝕆𝕊Where stories live. Discover now