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La soledad era un caramelo pegado entre sus muelas. Cada vez que Eros giraba el cartel en la puerta del local y el lugar quedaba a oscuras y en silencio, la cosa pegajosa se atascaba contra su paladar.

La había sentido por primera vez algunos días después de abrir la panadería, pero la escondió debajo de la lengua y no le hizo caso hasta mucho más adelante, cuando se volvió un goteo constante y empalagoso contra el fondo de su garganta.

Invertir todo su dinero en el emprendimiento significó que Eros tuvo que descartar el departamento lindo que había elegido originalmente –dos habitaciones, céntrico, muy luminoso– y conformarse con alquilar un monoambiente pequeñito, en el segundo piso de un edificio viejo sin ascensor.

Y una noche en la que hacía demasiado calor para estar acostado en la cama, relajado con los codos sobre la baranda en el balconcito de uno por dos metros tratando de tomar aire fresco, Eros se dio cuenta de que algo le faltaba.

Pasó toda la noche despierto destrozando la cocina en un intento por replicar las galletitas que horneaba en el Olimpo, las que llevaba a las fiestas de cumpleaños para hacerlas un poco más divertidas. Cuando logró adaptar la receta para poder ofrecerlas a los humanos, supo que había creado una genialidad.

Semanas después, a la panadería le iba bien y Eros tenía un proyecto. Tenía su magia y estaba usándola –torciendo un poco las reglas y esperando que nadie se diera cuenta– para cumplir con su propósito: hacer que los humanos experimenten el amor.

Tenía mucho más de lo que creyó posible luego de escuchar su sentencia.

Algo seguía faltando.

Y Eros tenía miedo de que nada, nada, pudiera encajar perfectamente en todos sus lugares vacíos.

— ¿Está cerrado? Vi el cartel y pensé...

Eros se mordió el labio. El hombre que acababa de entrar a la panadería dejó la frase por la mitad, una mano floja señalando la puerta por encima de su hombro. Tenía puesto un saco negro que se veía demasiado pesado para el calor que hacía afuera, y sus pómulos estaban colorados.

Pestañeó esperando una respuesta, pestañas largas enmarcando ojos oscuros, profundos como el lago antes del amanecer, cuando la luz del sol todavía es azulada. Eros sacudió la cabeza.

— ¿Cómo? —preguntó, muy elocuentemente.

El hombre sonrió. Una sonrisa asimétrica, una sola esquina de su boca alzándose en un gesto que parecía involuntario.

—Si está cerrado, puedo volver mañana —dijo.

—No, no. —Eros sacudió las manos frente al cuerpo—. Está abierto. Por unos minutos más, al menos. —Se le escapó una risita nerviosa—. ¿Qué te puedo ofrecer?

—Um...

El hombre se estiró para mirar la heladera, lo que hizo que Eros se diera cuenta de que todavía estaba parado en el medio del local, bloqueando la vista. Espantado, corrió a ubicarse detrás del mostrador.

Era difícil no ponerse nervioso cuando el hombre más lindo del pueblo lo miraba así, con la punta de un colmillo apareciendo debajo de su media sonrisa y una ceja alzada, pero Eros se obligó a concentrarse en el trabajo.

—Está vacía porque la estaba limpiando, pero... —empezó, y el hombre lo miró confundido—. La heladera, digo —Eros aclaró. El hombre puso los labios en forma de "oh"—. Pero quedan algunas porciones de postre en la cocina. Si querés, puedo...

—Oh, no... En realidad...

El hombre recorrió el mostrador con la vista hasta detenerse en la campana vacía. Eros escondió las manos detrás de la espalda, donde el hombre no podía ver la ansiedad con la que entrelazaba los dedos y los volvía a soltar.

Canela 🍪Where stories live. Discover now