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— ¡Muchas gracias! ¡Que las disfrutes!

Eros se forzó a mantener la sonrisa mientras la clienta salía de la panadería y cerraba la puerta detrás suyo. Se inclinó sobre el mostrador para verla alejarse a través de la ventana, la esfera de cabello inflado rebotando sobre sus hombros con cada paso.

En cuanto la mujer se perdió de vista, Eros soltó la sonrisa y se dejó caer dramáticamente al piso.

— ¡Renuncio! —exclamó.

— ¿Qué? —Pedro gritó desde los hornos.

— ¡Que renuncio! —Eros repitió. Se relajó contra la heladera exhibidora junto al mostrador, estirando las piernas—. Estoy agotado.

Pedro se asomó sobre la barra que separaba el local de la cocina. La expresión de preocupación en su rostro curvaba su bigote de forma chistosa.

—Deberías estar contento de tener tantos clientes —dijo, con un acento norteño que sonaba evidente cuando no estaba hablando en monosílabos.

Eros chasqueó la lengua. Sopló hacia arriba para espantar el rulo castaño que se había instalado entre sus cejas. A ese extremo había llegado: sucio y despeinado, inaceptable.

— ¿Te acordás del primer día? —Pedro preguntó, y el afecto en su voz hizo que Eros cerrara los ojos con fuerza, preparándose para el rumbo vergonzoso que estaba tomando la conversación—. ¡Nuestro plan es un fracaso! ¡Me voy a la ruina! —Pedro lo imitó— Apagá los hornos, Pedro, ¡cerramos para siempre!

—Ah, ah. No. —Eros sacudió la cabeza—. Yo no sueno así.

—Sí, chiquito. Así sonás. Querías declarar bancarrota y mirá ahora: la panadería es un éxito. —Pedro sonrió y las arrugas en las esquinas de sus ojos hicieron, no por primera vez, que Eros se alegrara de su propia incapacidad de envejecer.

—Eso es porque soy un genio —dijo Eros, con una sonrisita satisfecha.

La cosa había empezado la mañana en la que Eros llegó al pueblo. Después de bajar del tren, caminó hasta el edificio cargando con esfuerzo la única valija que le permitieron llevarse del palacio, estrictamente revisada por los guardias antes de cruzar la salida. La puerta de la oficina que estaba buscando estaba abierta y desde el pasillo se podía sentir el aroma a limón.

Era una inmobiliaria, pero el hombre que debía atenderlo –Pedro, Eros supo un rato después– no estaba detrás del escritorio sino un poco más allá, en la cocinita. Eros se aclaró la garganta y Pedro se sobresaltó, casi soltando la bandeja de muffins de arándanos que acababa de sacar del horno.

Y cuando lo saludó con una sonrisa amable y le ofreció uno, Eros cambió impulsivamente los planes. En vez de pedirle ayuda para concretar el alquiler del departamento que había reservado, Eros lo invitó a abrir una panadería.

Había costado hacer que el negocio despegara. Durante el primer mes, las ventas apenas habían sido una cuarta parte de las necesarias para recuperar la inversión. Todo estaba saliendo mal y la idea de cerrar para siempre no era una exageración.

La razón por la que Eros no se daba por vencido y volvía al Olimpo con la cabeza gacha buscando que lo perdonaran, rogando que aceptaran recibirlo de vuelta, era que el optimismo de Pedro era contagioso y cada vez que decía:

—Tenés que tener paciencia, Eros. A la gente del pueblo le cuesta aceptar cosas nuevas, pero vas a ver: una vez que prueben nuestros productos van a seguir viniendo —Eros le creía, y tenía paciencia.

—Mis galletitas salvaron el negocio —Eros opinó, poniéndose de pie para mirar dentro de la campana de vidrio sobre el mostrador, donde guardaba el secreto del éxito. Estaba vacía, excepto por las migas desparramadas en la base.

Canela 🍪Where stories live. Discover now