Capítulo 2

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Santa Mónica, verano de 2005

 

—Ale —susurró una meliflua voz al oído y sonreí dormido, lo supe porque su risa baja fue la respuesta antes de volver a hablarme—, mi pequeño Alekay, ya vine.

No abrí los ojos, me hice a un lado en la cama para darle cabida a mamá. La abracé y permanecí aferrado a ella; sentir su calor le aportaba una sensación de paz a mi alma, un alivio que solo había experimentado entre sus brazos.

Cuando mamá salía por las noches, procuraba dejarme dormido, dentro de la habitación cerrada y tenía terminantemente prohibido abandonar esa alcoba o permitirle la entrada a alguien más. Ella llegaba en algún momento de la madrugada. Luego de saludarme con ternura, se metía en la cama conmigo hasta la mañana. Entonces, me despertaba para desayunar juntos y compartir felices un nuevo día.

—A ver… —Mamá se sostenía el mentón, pensando qué preguntar; estábamos en hora de clases matutinas, ella vestía como una de esas maestras de televisión, incluso solía recogerse el cabello en un moño y usar gafas mientras yo permanecía sentado en mi pupitre con el cuaderno abierto, a la espera—. ¿Tres por dos? —dijo al fin y contesté sonriente:

—¡Es seis, mami!

Me observó con una ceja alzada y negué con la cabeza para corregir:

—¡Seis, maestra!

—¡Correcto!

Solía darme lecciones de matemáticas, arte y escritura, siempre después del desayuno. En la hora de recreo, se sacaba las gafas y jugaba conmigo como otra niña más.

Así avanzaba cada día, pero conforme crecí, comencé a experimentar miedo con la llegada del ocaso. Sus ausencias nocturnas y típicas advertencias, me ponían ansioso, costaba conciliar el sueño e incluso algunas veces llegué a fingir estar dormido cuando ella se despedía con un beso en mi frente. La curiosidad también se hacía mayor, ¿por qué me dejaba de noche? ¿Por qué no podía vagar en el departamento durante su ausencia? ¿A dónde iba mi mamá?

Mayor curiosidad sentí cuando tales restricciones ocurrieron de día.

—¿Por qué no puedo ir a la sala, mami? —Me atreví a preguntar una vez, tenía cinco años. Mi mundo giraba en torno a ella y ese bonito departamento que habitábamos.

Mamá era mi compañera de juegos. Escondernos, quemados, videojuegos; qué tan grande y loca podíamos construir una pista de autos o lo que se nos ocurriera; además de ser mi maestra y única amiga. No salíamos mucho, de hecho, solía preguntarme el motivo; veía en la tele a los niños en la escuela, correr y disfrutar entre amigos, pero yo tenía que vivir casi escondido.

Tampoco era como si pudiese ir a la calle a rebotar una pelota por las tardes, vivíamos en un lugar sin ley, la olvidada zona roja de Santa Mónica. La policía solo se apersonaba en ese sitio para realizar actividades ilícitas o si debían levantar un cadáver.

Cuando íbamos de paseo, antes de salir a la calle y abordar el auto oscuro que nos transportaba al centro comercial, cine, restaurante, playa o dónde fuese; mamá solía cubrirme con una frazada para ocultarme o tal vez evitarme ver los horrores ocurridos alrededor. Ella nunca supo que más de una vez sentí miedo ante las cosas que logré divisar.

Los vidrios polarizados del vehículo me impedían ver el mundo a plenitud, tampoco me acercaba a mirar hasta encontrarnos muy lejos de aquel aterrador lugar. En esos momentos, deseaba poder bajar el cristal y disfrutar el ambiente, pero estaba prohibido. Junto a nosotros, viajaba un tipo grande, callado e intimidante que además cronometraba el tiempo fuera. Jamás entendí el motivo detrás de tanto misterio y control.

Entre sombras y sueñosWhere stories live. Discover now