Brisa

909 116 39
                                    

Y aún así, poco a poco, fui olvidándolo. Cambié mi teléfono, dejé mi trabajo y, finalmente, dejé la casa de mis padres. La hermosa casa que encerraba mis momentos más infelices entre sus paredes y estatuas de mármol. Todo rastro de mi vida con Garrett había desaparecido, quizás no totalmente, pero al menos en apariencia.

Días y meses pasaron, y con cada suspiro me alejaba un poco más de él, y de todo. Porque seguir viviendo es la única forma de olvidar.

Esa tarde llovía, y mientras yo disfrutaba la húmeda brisa que bañaba mis poros, noté que alguien caminaba detrás de mí. Cuando llegué al edificio donde ahora vivía y abrí la reja para entrar, la persona que me seguía aceleró el paso.

―¡Espera! ―gritó, y llegó sonriendo a donde yo me había quedado paralizado―. ¿Vives aquí? ¡Yo también!

Era muy alto, eso fue lo primero que noté. Tenía el cabello rizado y desordenado, castaño al igual que sus ojos. Usaba unos lentes cuadrados, que reposaban sobre una nariz grande y angulosa. En contraste, su rostro era suave y ovalado; amigable, pero enigmático. Me veía fijamente, pero por alguna razón no me costó trabajo sostenerle la mirada.

―Hola ―respondí con naturalidad―. Sí, me mudé hace poco. No te había visto...

―Yo llevo viviendo aquí tres años y sigo conociendo vecinos nuevos ―rió el hombre. Debía tener más de treinta.

Entré y sostuve la reja para que él hiciera lo mismo, y en cuanto estuvo dentro se adelantó y abrió la segunda puerta del edificio, sujetándola para que yo pasara. La lluvia comenzaba a arreciar. Una vez que ambos estuvimos a salvo en la estrecha y oscura recepción, el ruido de las gotas cayendo se cortó de golpe.

Mi vecino y yo nos quedamos viendo en silencio por al menos tres segundos, antes de que yo girara y comenzara a subir las escaleras. Él me siguió, poniéndose justo a mi lado.

―¿En qué departamento vives? ―pregunté, desviando la mirada inconscientemente hacia sus grandes brazos.

―En el 104... aquí, de hecho ―respondió, deteniéndose frente a su puerta.

―Oh, ya veo ―dije a la vez, sonriendo ligeramente―. Bueno, nos vemos después, ¿vale?

―¡Sí! Me encantaría ―agregó, y comenzó a acercarse a mí―. ¿Te... te parecería algo atrevido si pidiera tu número y te invitara por un café?

Reí por lo bajo, inconscientemente, pero la verdad es que no encontraba las palabras. Mi pulso comenzó a acelerarse y mi frente a punzar; mi cerebro me gritaba: ¡aléjate!, pero mi corazón, aún sin hablar, era más convincente. Algo en los ojos marrones y brillantes de aquel hombre estaba haciendo estragos en mi interior, y no había forma de ignorarlo. Ya lo había sentido antes con un par de ojos azules, ahora muy lejanos.

―Para nada ―dije, ladeando la cabeza y sacando mi celular―. ¿Listo?

Y tras un breve y protocolario intercambio, el hombre alzó la vista y me guiñó un ojo.

―¿Cómo guardo tu teléfono? ―preguntó, jugueteando con los pulgares sobre la pantalla de su celular.

―Dorian ―contesté―. ¿Y el tuyo?

―Marcus.


FIN.

El león y la gacelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora