Poseído

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―¡Hola! ―saludó Garrett alegremente, con una amplia sonrisa en el rostro, una que yo no conocía―. ¿Dorian, verdad?

―S-sí ―tartamudeé―. Hola.

Garrett soltó una tierna risita por lo bajo, como si mi nerviosismo lo conmoviera.

―Tienes una voz muy linda ―dijo, y me hizo una seña para que lo siguiera―. ¿Es la primera vez que haces esto, verdad?

Yo caminaba junto a él, pero en mi mente sentía como si flotara en medio de un inmenso océano y estuviera a punto de ahogarme.

―Sí ―repetí, y luego bajé la cabeza, avergonzado―. Quiero decir, en internet. ¿Tan obvio es?

Garrett rió y se sentó en una de las bancas metálicas que rodeaban el exterior de la plaza.

―Un poco. Pero no tienes por qué estar nervioso ―respondió, girando su cuerpo hacia mí en cuanto me senté. Su proximidad me resultaba intoxicante, como un veneno con un sabor muy dulce. Mi cuerpo estaba reaccionando en formas que no sabía que podía―. No muerdo… muy fuerte.

Ambos reímos, pero su risa juguetona sonaba como un coro de ángeles, y la mía sonaba como la risa de una hiena con problemas respiratorios.

―Es bueno saberlo ―dije, concentrando toda mi atención en evitar que mis manos temblaran. Garrett lo notó y colocó su mano sobre las mías, liberando una descarga eléctrica a lo largo de toda mi columna vertebral―. Lo siento, es algo extraño… yo…

―No pidas perdón ―intervino él, sonriendo y ladeando la cabeza―. Quiero que te sientas cómodo. ¿Qué quieres hacer?

Ante mi falta de respuestas coherentes, Garrett me llevó al interior de la plaza por un helado. Él pagó por mí; ni siquiera me dejó sacar la cartera. Caminaba muy cerca de mí, de vez en cuando alborotando mi cabello o rodeándome por los hombros. No le importaba que nos vieran, y a mí, que toda la vida me había esforzado por no hacer evidente mi “condición” en público, me resultaba extrañamente liberador. Con cualquier otra persona me hubiera sentido increíblemente incómodo, de eso estoy seguro, pero con Garrett me pasaba lo contrario: me sentía a salvo, protegido.

Ya habían pasado un par de horas cuando llegó el momento de la verdad. La tarde empezaba a menguar, y las luces de los autos en la avenida comenzaban a brillar con más fuerza. Era hora de pedirle que me acompañara a casa y…

―…y, no sé, ¿tomar un café o algo? ―pregunté, pero mi voz temblaba y mis pupilas estaban incrustadas en el pavimento.

Repentinamente, una mano grande y tosca, pero suave y delicada a la vez, me tomó de la barbilla y levantó con dulzura mi rostro. Mis pupilas se clavaron entonces en las suyas, azules, imposibles.

―Me encantaría ―dijo, y alcancé a distinguir cómo un destello de luz iluminaba sus ojos por un momento―. Te sigo.

Estaba mucho más tranquilo que al principio, pero mis piernas aún dudaban, como si estuvieran caminando sobre una cuerda suspendida sobre un río de lava. Yo y mis metáforas.

Caminamos totalmente en silencio, él ligeramente detrás de mí, y en ningún instante dejé de sentir su mirada en mi espalda. ¿O quizás más abajo?

Las llaves se me cayeron al llegar al porche, y en cuanto estaba por agacharme a recogerlas, Garrett se me adelantó y las tomó con agilidad. Al levantarse noté que estaba a sólo unos centímetros de mí, y podía perfectamente percibir la esencia de su loción flotando en el vacío que nos separaba. Tomó el llavero con dos dedos y lo dejó colgando frente a su rostro, esperando que yo lo tomara. Cuando lo hice, Garrett me lo arrebató y se lanzó hacia mí, eliminando de golpe el espacio entre nuestros labios.

El león y la gacelaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora