In crescendo

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Una suave melodía de jazz resuena en mis oídos a través de los audífonos mientras camino rumbo al trabajo.

Garrett durmió toda la noche del viernes conmigo, y cuando desperté, seguía abrazado a mí. Desayunamos juntos; él preparó la comida y yo puse la música. Reímos, jugueteamos y nos besamos. Pasamos el día recostados frente al televisor, viendo películas y deteniéndonos para hacer el amor prácticamente cada hora. Hacía mucho que no me sentía así, tan completo. No pensé en nada más hasta que él se fue, y en cuanto la culpa y los recuerdos me asaltaron, me obligué a dormir con la ayuda de muchas pastillas.

Pero ahora ya no había escapatoria: tenía que ir a trabajar, y ver a Patrick, y no estaba seguro de que pudiera sostenerle la mirada el tiempo suficiente para aparentar que todo estaba bien. La dulce canción que escuchaba, una y otra vez, me impregnaba con una sensación agridulce, más agria que dulce.

Bewitched, bothered and bewildered... am I.

Hechizado, molesto y desconcertado.

Entré por las puertas de cristal del altísimo edificio de oficinas, como cualquier otro día, pero en cuanto las puertas del elevador se cerraron, mis piernas comenzaron a temblar.

Cuando el ruidoso aparato finalmente se detuvo en mi piso, después de una tortuosa eternidad, ya no quería salir. Esas claustrofóbicas cuatro paredes me tenían aprisionado; no estaba preparado para lo que fuera que estuviera por pasar.

Tras unos segundos, en los que atravesé todas las fases del duelo que le enseñan a uno en la escuela, obligué a mis pies a arrastrarse hasta mi cubículo. Respondí a los cordiales saludos de mis compañeros, que no eran muchos porque aún era temprano. Patrick entraba hasta las nueve.

Dieron las 9:03 y él entró a la oficina, con una gabardina negra y una bufanda gris que le rodeaba la cabeza como una enorme boa. Una metáfora, quizás, de la cuerda que se había echado al cuello cuando decidió besarme, y que más pronto que tarde acabaría por asfixiarlo. Pero en ese momento, era yo quien se asfixiaba.

Lo abracé con fingida calidez, y me dijo que me había extrañado. "Yo también", dije con la voz atenazada por un seco nudo en mi garganta. Me preguntó si estaba bien. "Sí, sí. Sólo cansado; no dormí muy bien". Al menos eso era cierto. Profundas ojeras enmarcaban mis oscuros ojos, que ahora reflejaban el rostro preocupado de Patrick.

―Deberías dormir un poco saliendo de la oficina. Te haría bien. Yo te llevo ―ofreció, con esa sonrisa salida de un cuento de hadas. Un cuento en el que yo no era más que el villano.

¿Y qué le pasa siempre a los villanos en los cuentos de hadas?

―Gracias, pero estoy bien. Ahorita vemos, ¿sí? ―dije, clavando la vista en la pantalla de mi máquina para forzarlo a hacer lo mismo.

―Ok. Lindo día ―contestó Patrick, y no lo vi, pero sentí cómo su mano dulcemente alborotaba mi cabello.

Me estremecí y apenas logré murmurar algo ininteligible. Patrick esperó unos segundos a que respondiera, pero al no encontrar más que silencio, se alejó con pasos cortos hacia su propio cubículo.

Ya no tenía ganas de seguir viviendo; quería que sobre la tierra se abriera una grieta gigantesca, que en un instante me tragara y se llevara conmigo todos mis pecados. Que borrara todo rastro de mi paso por la tierra. Que dejara que Patrick y Garrett fueran felices con alguien que valiera la pena.

―¿Todo bien, Dorian?

Me sobresaltó la voz de mi jefa a mis espaldas. Sin darme cuenta, había empezado a llorar en silencio, pero las violentas sacudidas de mi cuerpo sollozante me habían delatado.

Mi jefa se llama Kira, y es probablemente la mujer más fascinante que he conocido. Está por llegar a los cuarenta, pero su rostro perpetuamente sonrosado y sus largos cabellos teñidos de rojo le dan una apariencia mucho más juvenil. Tiene un cuerpo que muchas veinteañeras envidiarían, producto de incontables noches en el gimnasio que se encuentra varios pisos más abajo. Es la mejor en lo que hace; sus años de experiencia suman más que los de todos los miembros de la junta directiva. Y, sin embargo, ella prefiere quedarse aquí abajo, donde tiene que moverse y coordinar a todo el equipo con el estrés a flor de piel, en vez de dormirse en sus laureles y calentar una silla en algún puesto directivo. Eso es lo que más admiro de ella, a pesar de que en ocasiones llegue a comportarse como una verdadera perra.

Los ojos castaños de Kira se clavan en mi nuca, sacándome de mi estupor. Sin voltear a verla, enjugo mis lágrimas y sigo trabajando.

―Perdón, Kira. Creo que el brillo de la pantalla está muy alto ―digo entre risas. Hasta yo mismo me sorprendo de lo bien que se me da mentir últimamente―. Todo está bien, en serio.

―Si tú lo dices ―contesta fríamente, antes de seguir su camino―. Quiero los reportes del análisis de audiencias en mi escritorio antes de que te vayas a comer, ¿ok?

―Claro que sí ―respondo firmemente.

Durante unas cuantas horas logré concentrarme única y exclusivamente en mi trabajo, y agradecí poder contar con una distracción. Así fue, al menos, hasta que dieron las nueve de la noche. Podía escuchar los pasos de Patrick acercándose a mí, y mi pulso acelerándose, y el miedo aumentando como una orquesta que va in crescendo.

Si iba a huir o a afrontar la pelea que estaba por venir, tenía tan sólo unos segundos para decidirlo.

El león y la gacelaWhere stories live. Discover now