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— Es un placer tenerte al fin en mi casa, las ansias de conocerte me comían viva — seguí a Elsa a la cocina de su bonito hogar —. ¿Quieres algo de tomar antes de la cena? Hay vino, agua con gas, whisky.

— Agua con gas por favor — sonreí y la miré abrir el refrigerador, incluso si lo intentaba no podía despegar mis ojos de su barriga —. ¿Cuánto tienes?

— Siete meses, naceran en noviembre — me entregó la botella de agua —, son mellizas.

— Eso es precioso, felicidades.

— Muchas gracias. ¿Quieres tocar? Son muy inquietas — se acercó lo suficiente para que yo pudiera acariciar su estómago —, todo el tiempo están aplastandome la vejiga.

Forcé una risa e intenté ocultar la nostalgia que me causaba verla, tocarla y saber que pronto seria una gran madre. Elsa se alejó y continuó con la preparación de la ensalada, ella era la esposa del doctor Peréz, también conocido como Mateo para nosotros. Luego de días de evitarlo tuve que aceptar fijar una fecha para la cena en casa de los Perez, Agustín ya los conocía e incluso tenía una buena relación con Mateo, pero yo aún no me sentía en confianza y mi reciente falta de ánimo no me permitia tomar las cosas con buena cara.

Había declinado la propuesta de empleo de Mateo unos cuantos días atrás, ni siquiera tenía que asistir a la cena.

— Permiteme ayudarte — le ayudé a sacar el pollo relleno del horno, una vez lo acomodé encima del mesón me quité los guantes de cocina —. Luce delicioso, Elsa.

— Es una receta familiar, espero que sepa tan bien como el de mi abuela. Debo admitir que no soy la mejor cocinando, Mateo es el verdadero chef. — salió de la cocina con un par de platos para agregar al comedor, la seguí con la ensalada.

— Entiendo a lo que te refieres, soy inútil al momento de encargarme de la granja. Solo Agustín sabe lo que hace. — la dejé en medio de la mesa.

— Creí que era la única, ni siquiera puedo montar a caballo sin fracturarme, mi marido se encarga de nuestros animales en su tiempo libre. Gracias a Dios nuestra granja no es tan grande como la suya.

Observé a Marianne jugar con la pequeña hija de Elsa, pretendían que sus muñecas hablaban y se probaban distintos atuendos. Agustín, por otro lado, regresaba con Mateo de recorrer los corrales y discutían la salud de una de las vacas en general. Los últimos días habían sido complicados entre Agustín y yo, no discutíamos pero ambos sabíamos que no estábamos bien. Él no insistió más con el tema, pero con la sola propuesta sembró dentro de mi la inseguridad o el antojo de tener un bebé. Desde esa noche no podía contenerme y me quedaba viendo por horas los niños en el parque, a las madres con sus bebés en el super o el autobús escolar que recorría la mima ruta frente a la granja cada mañana.

Me sentía triste, inútil en realidad, no tenía el valor suficiente para formar una familia con el hombre que amaba y eso le estaba rompiendo el corazón. No soportaba verlo encontrar a los niños que deseaba en los de otras personas, comprendía sus ansias, sus ganas de criar un niño que le siguiera a todas partes y copiara cada cosa que hiciera. Educar y encontrarnos reflejados en los ojos de una personita que nos amara. Lo entendía.

— Siéntense a la mesa antes de que todo mi esfuerzo se enfríe. — la voz de Elsa me sacó de mis pensamientos, suspiré y esperé a que Mateo ayudara a llegar a Marianne. Estiré la servilleta de tela sobre sus piernas una vez estuvo sentada.

Agustín puso su mano en mi espalda, lo miré con las ganas más intensas de llorar y me senté. Él corrió mi silla, acercándome a la mesa para luego reposar a mi lado. La pequeña niña estaba en medio de sus padres, su madre sirvió su comida en un tierno plato de las princesas de Disney y su padre comenzó a darle cucharadas de comida en la boca. Apenas tenía tres años recién cumplidos, sus mejillas regordetas eran la definición de amor y lo poco que podía hacer por si misma razón de celebración.

Ruega por los pecadores.Where stories live. Discover now