008.

931 53 5
                                    

Comía con desesperación, tragaba una cucharada tras otra sin siquiera detenerme a masticar o a tomar un sorbo de la copa con agua enfrente de mi plato. La mano de Marianne acarició mi cabeza mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa de satisfacción, parecía que su cometido se había logrado, yo por fin había recuperado el apetito y ahora ella podía servirme tres comidas al día. Las demás hermanas me observaban desde sus puestos con los ojos bien abiertos y la cuchara de arroz a centímetros de la boca, estaban tan sorprendidas como lo estuvo la abadesa cuando pregunté en cuanto tiempo podría tomar mis votos. La confesion de Agustín que había dejado tan angustiada que lo único en lo que podía pensar era en evitar esos posibles sucesos pecaminosos, seria lo mejor para él y también para mi, por eso me entregaría por completo al convento.

― ¿Qué le sucede últimamente? ― Carlota cuestionó en dirección a Inés, ella se encogió de hombros sin dejar de verme.

― En vez de mirarla como un bicho raro deberían agradeceder que ha recuperado el apetito ― me sirvió más arroz de la olla en medio de la mesa. Justo en ese momento Agustín entró a la cocina, se detuvo y saludó fríamente; las bolsas debajo de sus ojos estaban remarcadas y en la comisura del labio tenia una pequeña herida. Se sirvió café en una taza y me miró, rápidamente aparté mis ojos de los suyos ―. Y también debemos darle gracias a Dios porque Abigail tomará sus votos pronto.

Agustín dejó de mover la cuchara dentro de su taza y puso con fuerza sobre el mesón, las hermanas lo miraron extrañadas y él se limitó a darles la espalda para buscar algo en la alacena. Inés sacudió la cabeza y habló.

― ¿Y eso debería alegrarnos? Abigail es la más joven de todas y se la pasa más enferma que la propia Agnes. No nos es muy útil como novicia y no lo será como monja.

― Tal vez sea la falta de obligaciones, el tiempo libre le da cabida al demonio de la pereza. ― Agnes remarcó la palabra pereza.

― O quizá sea el no recibir cartas de su familia. ― Maria tronó la lengua antes de darle un mordisco a su pan tostado, todas las demás guardaron silencio de pronto y lo único que se escuchó fue un sonido crujiente.

Me levanté de la mesa con mi plato en las manos, las monjas compartieron una mirada, Marianne llevó su mano a su cara con molestia y Agustín suspiró profundamente cuando pase a su lado para dejar el traste sucio en el lavadero. Tenia las manos apoyadas en el mesón, lo ignoré y salí de la cocina, me apresuré a ir al baño cerca del salón y cerré la puerta detrás de mi. Me hinqué frente al retrete e introduje mis dedos dentro de mi boca hasta tocar la garganta, mi espalda se arqueó en asco y luego de unos cuantos intentos más terminé por expulsar todo lo que había comido. Me limpié los labios con mi antebrazo, estire mi mano para jalar la cadena y me senté con los ojos cristalizados. Tal vez debi mencionar que también había retomado viejas costumbres, no podía permitir que mi abdomen creciera o mis piernas se hicieran más gruesas. Preferia estar como antes, hasta los huesos.

Podía escuchar a las ancianas hablar durante horas de lo inútil que les resultaba, lo enfermiza que era, lo muy flaca que estaba o lo pálida que era mi piel, pero no quería oír sobre el poco amor que mi familia sentía por mi. Siempre supe que no era la favorita de nadie, incluso después de mi yerro sabia que merecía su falta de interés, sin embargo, eran mis padres, mis hermanas, mi familia. Si en serio no les interesaba al menos debían fingir, solo necesitaba saber que pensaban en mi.

Dos golpeteos se oyeron en la puerta, levanté la frente y guardé silencio con intenciones de que Marianne me buscara en otro lugar. Pensé que era ella. Pero entonces él habló y todos los vellos de mi cuerpo se erizaron.

― ¿Estás bien?

― Estoy bien, padre. ― me apoyé de la pared para levantarme. No sabia que hacer, los últimos días lo había evitado.

Ruega por los pecadores.Where stories live. Discover now