Capitulo 7

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En la habitación ya estaban las maletas. Checo arrastró una de las suyas y buscó su pijama, Max  hizo lo mismo. Todo en silencio, pero no por ello era incómodo. El pecoso descubrió que se había equivocado de maleta y mientras arrastraba hasta la cama la que creía como la correcta, Max comenzó a cambiarse.

Se quitó el suéter, junto con la playera azul con la que había parecido bajo el árbol. Checo lo observó perdiendo el hilo de sus pensamientos. Ya había imaginado que Max tenía un buen cuerpo, era bastante obvio con ropa; pero sin ella... verlo era casi doloroso, y más aún, si recordaba su pequeñas y propias gorduras ¿Por qué tenía que ser un pan-filico compulsivo y pasarse más de ocho horas, a veces, sentado frente a su mesa de trabajo o una computadora? Claro que sus flacideces, no eran visibles a simple vista, pero, seguramente, al primer tacto sí. Si Max lo tocab... ¿qué? Momentito, se dijo, Max no tiene por qué tocarme. Y no, claro que no había necesidad. Pero el rubio estaba ahí, ahora, sentado en la cama quitándose los pantalones y quedando aún más desnudo.

Es una trampa, reflexionó el pelinegro, recorriendo con avidez y sin notar su boca abierta la manera en que los músculos del otro se tensaban con el más mínimo movimiento. Quiere atraparme, seducirme... y eso ¿estaba mal? Hizo un alto. Si aquel era un movimiento planeado por el ojiazul, estaba funcionando y muy bien.

Entonces, recordó las palabras de Charles. Ese chico de ahí, tan casi perfecto, no pertenecía al reino mortal. Era un deseo de Navidad. Su deseo de Navidad. Su ideal pintando desde la imaginación a la realidad. Y como tal, desaparecería, se marcharía con los últimos segundos de la Navidad. Tal vez, era sólo un sueño, tal vez despertaría en su casa en Nueva York, sin árbol y sin regalo, teniendo que tomar un vuelo directo a casa de sus padres......

-Max

Lo llamó, éste detuvo su mano a medio camino de su ropa y volteó a verlo.

Checo no continuó de inmediato. Un deseo no dura mucho. En los cuentos desaparece o se tuerce hacía algo indeseado. No quería eso. Pero era probable.

-Eres mi novio, ¿cierto?

-Sí, claro que sí.

Max le sonrió ampliamente y eso fue suficiente. Checo empujó su maleta fuera de la cama, y se acercó a él.

-Eres mi deseo de Navidad hecho realidad, eh. Dime una cosa-se apoyó en los fuertes hombros de Max-¿Haces todo lo que un novio hace?

-Eso espero-dijo éste mirándole interrogante.

Checo volteó a ver el reloj en su mesa de noche, era digital, así que leyó la hora en un santiamén. Tenía tiempo, todavía, antes de las campanadas de media noche. No dijo nada, primero trepó a horcajadas en las piernas de Max, se acomodó en su regazo y le rodeó el cuello con sus brazos. Max le dejó hacer sin emitir palabra, pero bastaba ver sus pupilas para entender lo que se fraguaba en su interior. Muy lentamente, sus manos descansaron en la cadera del pecoso.

-Checo...

-Dime otra cosa, ¿desaparecerás mañana por la mañana?

-¿Ah?

-No quiero que lo hagas. Dime que te quedarás... aunque sea mentira.

Max escudriñó brevemente en la mirada del otro, y le respondió con voz suave:

-No me iré, no hasta que tú quieras que me vaya.

Checo sonrió, era todo lo que necesitaba, inclinó el rostro y, por primera vez, fue él quien inició el beso.

Los detalles se le escaparían después, pero recordaría muy claramente la manera casi elegante en la que Max le quitó la ropa. La caricia de sus manos, de palmas tibias y yemas frías, por su espalda. El roce de su piel contra la suya y el calor que emanaba su boca, junto con el delicioso sabor de su lengua. Recordaría el dolor, que no supo a dolor, de tenerlo dentro; el sonido morboso y húmedo de cada vaivén. Se le tatuaría en la memoria la forma apasionada y a la vez considerada, desbordante y gentil, con la que Max le hizo el amor esa noche de Navidad. Y sobre todo, guardaría el sentimiento que despertó en su pecho, como una Ilama que había estado atenuada por años y que, de pronto, era una hoguera de miles de grados centígrados devorándole. Se sintió genuinamente amado y, en correspondencia, amó genuinamente. Incluso, ambos, extasiados y envueltos en esa frenética danza, lo dijeron. Dijeron muy claramente: Te amo. Y ninguno habría tenido motivos para sospechar que el otro mentía. No cabían las mentiras entre sus pieles, mucho menos la incredulidad se derritió, perdió la noción de sí mismo. Era la mejor noche que había compartido con alguien, pero ni siquiera tenía la fuerza de articular más palabras. Se quedó dormido con la mejilla apoyada en el pecho de Max, rodeado por sus brazos y sus besos en el pelo.

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