# 9

24 3 1
                                    


















El fin del invierno.























En los confines de este bosquejo de pensamientos, creí que la última nota había sido escrita, la despedida trazada en las líneas de ideas que chocan entre sí como las olas del tiempo contra las rocas de las obligaciones. Sin embargo, en el tejido mismo del tiempo, hilvané ideales y significados que se han multiplicado, llenando mi visión con una oscuridad creciente. Me percato de que mi mirada se nubla ante lo externo, mientras simultáneamente se va completando una ilustración interna que me aterra, como un abismo profundo teñido de sangre, impregnado de dolor y envuelto en un olor nauseabundo.
Me he aferrado a este abismo, he abrazado la experiencia de dejar que el tiempo se deslice con una lentitud tortuosa, única en su capacidad para desgarrar y sanar. Mientras el tiempo se despliega como un tapiz, he sido testigo del florecimiento lento, pero inexorable, de las verdes hojas nuevas de la primavera. En este lento transcurrir de los días, me he sumido en la paradoja de perder la claridad del mundo exterior mientras construyo, con meticulosidad, una imagen interior más compleja.

El invierno cedía ante la insistencia del tiempo, pero el gélido manto persistía en mi interior, una nevada perpetua que se manifestaba como un dolor punzante, un frío que traspasaba las capas más íntimas de mi ser. Era una nevisca emocional, una tormenta interna que continuaba su danza implacable, envolviéndome como una babosa pegajosa que se aferra sin piedad.
Mi pecho, elástico como una espiral que se retuerce en sí misma, cargaba con un peso indescifrable, una carga que se inflaba y expandía, alimentándose de una esencia desconocida para mí en primera, segunda y tercera instancia. Cada vuelta que le daba a ese enigma, más me perdía en la desorientación de un laberinto emocional. En ese escenario desgarrador, contemplaba cómo el invierno se retiraba, pero su eco persistía en el interior de mi alma. El paisaje externo se transformaba, pero el frío arraigado en mi ser parecía inmutable. La nieve que caía en mis pensamientos se convertía en un símbolo de la melancolía que se aferraba a mis huesos.

No hallo las palabras adecuadas para articular lo vivido, pues las palabras se revelan como retratos amorfos de la realidad experimentada. Sin embargo, deseo desglosar este último capítulo en siete actos, como un proceso, como un final que, quizás, buscaba que fuera así. Todo lo escrito anteriormente ha adquirido un significado que he ido anidando con paciencia, como cruces de nudos que atan cabos sueltos y les otorgan una nueva perspectiva, una revisión interna que implica hablar de sueños y deseos íntimos, y así, llegar al desenlace.














Acto I
El sueño















Mis pasos resonaban en el extenso pasillo, cuya longitud se extendía más allá de lo tangible. Alfombras rojas se desplegaban a mis costados, mientras las paredes amarillas irradiaban una calidez artificial. Las luces, con su fulgor suave, tejían una atmósfera acogedora, y las sombras, en ese reino iluminado, parecían haberse esfumado. Sin embargo, en la distancia, una melodía surgía como un llamado irresistible. Un piano, tan lejano como el eco de mis propios pensamientos, emanaba notas bajas que resonaban en el aire como susurros de un pasado olvidado. Con cada paso que daba, las notas crecían en intensidad, como un eco que reverbera en las paredes de la existencia, hasta transformarse en un clamor ensordecedor.

Al llegar a la única puerta entreabierta, de la cual emanaban las notas melancólicas del piano, me encuentro con una escena desconcertante. Frente a mí, en la penumbra de la habitación, descubro mi propia figura. Estoy ahí, sentado ante el piano, con la espalda vuelta hacia mi reflejo. Las teclas resonaban bajo mis dedos, pero mi otro yo evitaba mi mirada, sumido en una especie de repulsión que se vislumbraba en su postura retraída.
Las notas, aunque hermosas, llevaban consigo una carga de dolor que vibraba en el aire enrarecido. Cada acorde parecía ser una expresión de la soledad que habitaba en esa pequeña habitación, donde mi otro ser se entregaba a la música como a un refugio, pero al mismo tiempo se alejaba de la posibilidad de encontrarse consigo mismo.
En ese instante, un nuevo sonido se filtra en la escena. Un murmullo distante, un eco de la realidad exterior. Sintiendo la necesidad de entender, cierro la puerta entreabierta con un susurro. Mi otro yo queda atrapado en esa habitación, encerrado en la compañía de sus propias melodías, condenado a una soledad que, de alguna manera, yo mismo le impuse, el pianista solitario quedó en su propio mundo.

me.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora