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"Buenos días"

Estoy parada ante el precipicio de un nuevo inicio, pero el peso de la monotonía aún me aprisiona. Mi mirada se posa en la ventana, donde un cielo grisáceo se extiende sin vida, abrazando mi existencia en su apatía. Me dejo envolver por esa grisura, como si la apatía fuera mi única y predestinada compañía. Cada paso hacia adelante parece solo una repetición de mis errores anteriores, un eco de mi propia desilusión que persiste sin remedio.

Mi madre, con un susurro enternecedor, me regala un "Buenos días" y un beso que apenas roza mi mejilla antes de desaparecer en el laberinto cotidiano. Yo me quedo en silencio, enredado en las espinas de mis pensamientos tortuosos. La tortura interna se ha vuelto mi compañera constante, un eco persistente de desdén y resignación.
El mate amargo nunca logró seducir mis sentidos. Sin embargo, cedo a la rutina de ponerle azúcar, como si pretendiera endulzar la amargura de mis días. Pero aún así, nunca alcanza el sabor que anhelo, un sabor que se desvanece en la insipidez de este existir marchito.

Habría deseado tener el valor de pronunciar esas dos palabras, "Te amo", a mi madre en algún momento de esta sombría mañana. Pero las palabras se atoran en mi garganta, como cadenas que me aprisionan, y la distancia emocional persiste en mi silencio. La comunicación es un naufragio en este océano de desapego en el que nos encontramos.
La posibilidad de que hoy pueda ser el último día para ella acecha mi mente como un monstruo en la oscuridad. ¿Qué será de mí si la muerte se lleva sus silencios y sus palabras no dichas? El peso de las oportunidades perdidas se posa en mis hombros, un lastre que no sé cómo aligerar. Mis muecas son míseros intentos de expresión, destellos de emoción que se ahogan en la corriente apática de la rutina.

La pregunta angustiosa permanece: ¿cómo redimirme si todo lo que queda de mí son gestos vacíos y palabras no dichas?

La página de la facultad siempre igual: lenta, obstinada y defectuosa. La carga se atasca, como si el universo mismo conspirara en mi contra ante mis pocas ganas de estudiar. Mi mirada está perdida en la pantalla, atrapada en ese caleidoscopio digital que no me muestra más que el absurdo de la vida moderna.
En medio de esa mañana, la mano de mi padre intenta anclarme a la realidad. Palabras se escapan de sus labios, pero los auriculares actúan como una barrera, desconectándome de su intento de comunicación. Cuando finalmente despojo mis oídos del vacío sonoro, es demasiado tarde. Solo una sonrisa de su rostro, una sonrisa cargada de resignación, me dice que mis preguntas han llegado tarde. Luego se marcha.

Me quedo mirando a la página que sigue sin cargar, y yo sigo sin saber hacia dónde me dirijo en este laberinto de días idénticos.

me.Where stories live. Discover now