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"Sinopsis del sueño"



La noche se extiende, pero el sueño se resiste, y la mentira que es la tranquilidad post-trauma me confronta. Creí que el descanso sería la respuesta, pero en la oscuridad, el tormento persiste. No es durante el evento cuando el verdadero golpe se asesta; es en el silencio posterior, cuando la mente comienza su danza macabra para procesar cada fragmento de desesperación y dolor. Cada pensamiento es un clavo en el ataúd de la paz, y el eco de lo vivido se amplifica en el vacío de la noche. A veces, es en el silencio donde se escucha el grito más ensordecedor de la existencia.
Once de octubre de dos mil veinte, un domingo que se despliega en silencio mientras un virus devora todo a las afueras. Enclaustrada en mi cuarto, incapaz de enfrentar el mundo que se desmorona, yaciendo en la cama, me atormento con visiones del fin. No es el apocalipsis cósmico que arrasa la vida, ni un agujero negro devorando la existencia; es el fin del mundo que he conocido, una realidad que se deshace como cenizas en el viento. Cada pensamiento es una elegía para lo que una vez fue, un lamento por la normalidad perdida. El silencio del domingo me grita la verdad: estamos al borde del abismo, y el mundo que alguna vez conocí está desvaneciéndose en la oscuridad.
Los gritos de mi madre, incesantes como un martillo golpeando el hierro, persisten en mi cabeza, un tormento que resuena en mis oídos y se clava en mi mente. La mirada compasiva de mi padre, testigo silente de la agonía de mi madre, esa noche se ha convertido en una cicatriz en mi alma. Las noches sin dormir son un espectro que ronda mi insomnio, mientras los días se desvanecen en un sordo estruendo de pensamientos que colisionan como meteoritos, amenazando con desgarrar mi cordura y dejar mi mente en ruinas. Como los grandes imperios venidos a menos me desarmo en la cama.
Mi cabeza era un infierno, un martirio de dolor que me arrebataba hasta el gusto de la comida y el olfato. Todo se volvía gris, un sombrío panorama sin color. Pero en medio de esa madrugada sin esperanza, el teléfono retumbó. Eran las una y cuarto de la mañana de aquel sábado diez de octubre, y supuse que era el hospital, portador de una verdad que flotaba en el aire, anunciada por todos pero temida por cada fibra de nuestro ser. Aun así, ninguno de nosotros deseaba escucharla en realidad. Era un momento donde la angustia se congelaba y la noticia que acechaba se sentía como un eco premonitorio de la tragedia que se avecinaba.

Ahora es jueves cinco de octubre de dos mil veintitrés, a las puertas de conmemorar tres años de aquel fatídico momento y yo sigo sin poder dormir bien.

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