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"Colillas de cigarrillos"




En la penumbra de su aliento, el humo danza, una enigmática aureola que se alza en espirales, como un eco de incertidumbre. El tabaco, cómplice de sus suspiros, exhala su abrazo tóxico, una caricia maldita que se posa en mis labios. Y en ese beso de humo, encuentro la paradoja de la atracción, la ironía de sentir su veneno como un elixir de deseo.
Sus labios, tintos de nicotina, me acarician con la pátina del vicio, un sabor amargo que embriaga mis sentidos. Es una danza prohibida, un ritual clandestino en la sinfonía del desencanto. En la maldición del cigarro, encuentro la metáfora de nuestras almas heridas, atrapadas en la seducción de lo autodestructivo.

Ella me rodea con sus brazos, su abrazo un faro de consuelo en medio de la desolación. Juntos, observamos la llegada del tren en la lejanía, una monstruosidad de acero y vapor, su presencia ominosa se cierne sobre nosotros. El ruido, un gemido insoportable que proviene de las profundidades de su caldera, perfora mis tímpanos, como un lamento de una criatura infernal. Sus frenos chillan con dolor mientras se retuercen, y la bestia metálica se detiene ante nosotros. La tentación de estar allí, en los rieles, y permitir que el tren arrase con mis órganos es como un canto siniestro en mi mente.

Ella se acerca, una silueta esbelta en la penumbra, y su altura desafía el cielo. Agacha su estatura para encontrarse conmigo, y nuestros labios se entrelazan en un beso que parece abrazar la certeza de una despedida. En el instante que dura un suspiro, en la fugacidad de un latido, siento sus palabras que emergen desde las profundidades de su corazón: "Te amo".
Ahí, en ese cruce de almas, en esa encrucijada de palabras sinceras y velos de engaño, tomo mi elección. La mentira se me escapa como un verso furtivo, y le respondo: "Yo también". Es una falacia susurrada al viento, un engaño que cobra vida en la confesión de amor. En ese preciso instante, soy un ilusionista de la verdad, un artista de las apariencias.

En un fugaz destello de lucidez, me sorprendo imaginando una instantánea capturada en el instante exacto en que nuestros caminos convergen. Una fotografía que encontraría su lugar en Pinterest, bajo la nota "La vi acompañada, pero en realidad estaba sola", o algo por el estilo. En ese mundo virtual, los comentarios se teñirían de la amargura de quienes han experimentado la orfandad emocional de una relación que se disuelve, sin detenerse a recordar las veces en que todos erramos. Acepto la realidad tal como es, como un manto de confort en medio de la tormenta. Es más fácil refugiarse en la piel de la víctima, en la sombra del otro que se perfila como victimario y dañino. La ironía reside en que todos somos culpables y víctimas en esta danza de relaciones fracturadas. La culpa es una moneda de doble cara que se intercambia en cada encuentro humano, y nadie está libre de su peso. En esta espiral de relaciones fugaces y desencuentros, elegimos aferrarnos al papel de víctima, una etiqueta que nos absuelve de enfrentar nuestras propias faltas y debilidades.

O quizás, tal vez es la mente envenenada por el papel que supongo que me han otorgado, aquel que los críticos virtuales plasmarían con acidez en una fotografía perdida en Pinterest. La sospecha se agita en el caldo oscuro de mi conciencia, una poción amarga que me hace cuestionar mi propia percepción de la realidad. ¿Soy solo un retrato en blanco y negro, desdibujado por la tinta vengativa de opiniones ajenas?
La culpa, esa artimaña sibilina, se aferra a mis pensamientos, retorciendo la verdad en una telaraña de autodesprecio. Quizá la verdad yace en la deformación de mi propio reflejo, en el laberinto donde mi mente se extravía en su afán de escapar de la condena de ser quien soy.

Y así, ella me regala otro beso antes de partir hacia el tren que se convierte en su senda. La sonrisa, un par de destellos efímeros, se cruzan en el silente adiós. Observo cómo la maquinaria de hierro y vapor se lleva sus pasos, cómo se disuelve en la distancia, en ese destino incierto que todos ansiamos conocer.
Miro el cielo plomizo, un lienzo descolorido donde la lluvia cae con su danza de melancolía. Una fina llovizna, lágrimas del cielo que se mezclan con las mías, derramándose sobre este panorama que se torna monocromático. Es como si el mundo, compungido por nuestra despedida, se sumiera en el duelo de una relación que se desvanece. Y en ese instante, desciendo la mirada hacia el suelo, hacia el abismo que yace a mis pies. Ahí, entre los adoquines gastados y el pavimento húmedo, se encuentran las colillas de cigarrillos que ahora son testigos mudos de nuestra efímera historia. Los restos de un vicio compartido, de instantes perdidos en el humo y las cenizas, que yacen como vestigios de un amor que se desvaneció, como señales de una relación que se apagó como el último soplo de un cigarrillo consumido.

me.Where stories live. Discover now