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"El último capítulo"










En el telar de la existencia, la vida se despliega como una puesta sin sentido, una trama hilada por el destino caprichoso que se desenvuelve en medio de sombras y luces efímeras. Desde siempre, he sido un desastre errante, pero en la soledad encuentro mi más oportuno refugio, donde las grietas de mi ser se entrelazan con la penumbra que me abraza. La incertidumbre, como un ladrón nocturno, acecha mis noches, robándome el dulce néctar del sueño. Mis párpados se cierran, pero las sombras danzan en el escenario de mis sueños, y allí, siempre estás tú. Una presencia etérea, una sombra que se yergue en la penumbra de mi alma. Te busco entre los recovecos de mi ser, pero mis manos solo encuentran el vacío, como si fueras un eco lejano que se desvanece en la bruma del olvido.

Tus huellas persisten en cada rincón, como fantasmas que se aferran a la memoria. Fuiste la primera en visitar mis labios, como el viento suave que acaricia el rosal en la aurora, pero mis palabras eran tan ficticias como las sombras que danzan en la oscuridad. Un juego de espejismos en el cual me pierdo, una ilusión que se desvanece entre mis dedos como el agua entre las grietas de la tierra sedienta. Mis noches se visten con la melancolía de tus siluetas, y en cada esquina, imagino tu presencia como un susurro en el viento. Mis labios, ahora solitarios, evocan la sensación de tu contacto fugaz, como el eco de un poema inacabado. En esta danza de sombras y recuerdos, me encuentro perdido, un náufrago en el océano de la incertidumbre, buscando la orilla de la certeza en la que tus huellas se desvanecen como marcas en la arena cuando el agua las toca.

Atravesar el cristal que separa nuestras realidades es como desafiar los límites de lo tangible y lo etéreo, romper el muro que separa nuestros mundos para hurgar en el cemento de lo desconocido. En ese acto de traspasar las barreras, te sumerges en un espacio que desafía la gravedad de lo convencional. Te encuentras ingrávida, suspendida en un aire que parece irrespirado e irrespirable, un aliento que se percibe tan hueco como el vacío más seco.
Es en este espacio, en esta dimensión entre lo que conocemos y lo que apenas vislumbramos, donde se revela otra vida, otra existencia. Como sombras que se deslizan en la penumbra, los recuerdos de la vida anterior se entrelazan con la promesa de un futuro aún no escrito. Es un territorio misterioso donde la realidad y la fantasía bailan en un vals sin fin, y donde las emociones fluyen como corrientes invisibles que conectan nuestras almas.

En este universo de mínimos, el mundo se despliega en una actividad diminuta, como si el tiempo mismo se hubiera rendido ante la calma aplastante que envuelve cada rincón. La vida, ralentizada y mínima, se torna un susurro apenas perceptible en el silencio que asfixia los dedos y congela los pensamientos. Cada detalle, antes vibrante y lleno de vida, es ahora fusilado por una quietud que emana de las entrañas de la existencia.
Todo adquiere una magnitud gigante de tan pequeño que se vuelve, como la ciudad más grande, un simple punto en el vasto mapa del universo, un grano de arena perdido en la inmensidad del tiempo y el espacio. Las calles, una red intrincada de hilos que conectan destinos diminutos, se despliegan como laberintos silenciosos donde el eco de pasos apenas perceptibles se pierde en la vastedad de la quietud. En este paisaje de mínimos, te encuentras como un centinela, una figura diminuta en la inmensidad de la desaceleración cósmica. Tus ojos, testigos silenciosos, observan cómo el mundo se derrite lentamente, como si estuviera hecho de cera que se deshace bajo la llama de una calma aparentemente interminable. El reloj, un eco lejano en el fondo de la conciencia, marca un tiempo que avanza con la parsimonia de un río que serpentea por una tierra olvidada.

Anhelo propinarte un puñetazo de escalofríos, despojarte de los latidos y vestirte con los míos, como si pudiera fusionar nuestras esencias en una danza ardiente de pasión. En las mañanas, contemplo tu cabello revuelto al despertar, una maraña de sueños y realidades entrelazadas. Desearía poseer un manual de instrucciones que me guiara por el laberinto de tu ser, para aprender a amarte sin condiciones, como quien sigue los pasos de un delicado mapa de emociones.
Lamento la frialdad que se cierne en este espacio entre nosotros, una distancia que se manifiesta en mi propia fatiga y en la desgana de amarme a mí mismo. Me pierdo lentamente en la vastedad de tus ojos, que miran a otro lado, como si buscaran refugio en un horizonte desconocido. En esta penumbra de desencuentros, soy consciente de mi propia gélida apatía, de la incapacidad de fundirme en el calor de tus anhelos.

En mi errónea creencia de ser inmune al torrente de emociones, descubro que tus huellas en mi corazón son más intensas de lo que imaginaba. Te siento como el doloroso eco que emana del perfume impregnado en la ropa de alguien que ya ha partido de este mundo. Es un lamento silencioso, una presencia ausente que se hace sentir con la nitidez de una herida que se reabre con cada inhalación.

El corazón yace dividido, una fractura que, con pesar, reconozco como propia. Mi alma se siente como aquel cigarrillo que ardía lentamente, consumiéndose en paralelo a nuestra relación, hasta extinguirse por completo en el momento en que pronuncié esas palabras que, aunque necesarias, dejaron un rastro de dolor ineludible. Te alejé de mi vida, consciente de que, de alguna manera, me había convertido en ese cigarrillo que se apaga al mismo ritmo que nuestras conexiones se desvanecían en la penumbra. Lo hice por ti, creyendo que era la única forma de preservarte de mis propias tormentas internas. No podía permitirme ser la fuente constante de tu dolor, y así, con la decisión pesando en mis labios, te dije que ya no te vería más. Sin embargo, con el correr del tiempo, las grietas de mi corazón se profundizan, y en la introspección descubro que dejarte ir fue, quizás, el gesto de amor más grande que pude ofrecer.

Ahora retorno a los lugares donde una vez estuvimos, como un espectro que busca rastros de un pasado que ya no se materializa. Las sombras de nuestros momentos compartidos se proyectan en las paredes, pero sé que ya no estás allí. Camino entre los ecos de nuestra historia, recordando cada rincón que alguna vez se llenó de risas y suspiros compartidos. Es un peregrinaje al pasado, pero los pasos se sienten solitarios, pues la realidad ha cambiado, y tú ya no eres parte de esta narrativa.

Y recuerdo las últimas palabras que me dijiste: "Me dueles, oh, me dueles como un clavo incrustado en el zapato de una madre que escapa de las garras del maltrato. Me dueles, como un grito ahogado en el silencio, un grito que resuena en mi interior. Me afectas como la anorexia contemplando su propia imagen en el espejo, un tormento autodestructivo que se refleja en el palpitar de tu corazón. Tu presencia es un eco doloroso, como el recuerdo del suicidio de mi hermana.
Dueles como el tacto perverso de un padre, como un tatuaje de angustia. Eres la encarnación de lo más espantoso, como el adiós que le di a mi abuelo sin saber que era el último. Me laceras como el último impulso de mi mente suicida, una voz desesperada que susurra 'Por favor, acaba con esto', y cada palabra que leo de tu existencia se convierte en un puñal que se hunde más profundo en mi desesperación. Tu impacto se siente como años que pasan y las heridas que se niegan a cicatrizar, porque eres una herida eterna."

La verdad me golpea como un latigazo cuando comprendo que el problema en la relación era yo, un infierno encarnado en la vida de quienes amo. Y tú, tú eres ese dolor que me consume, una contradicción de amor y sufrimiento que me lleva al extremo de dejarte ir. El tormento de amarte y reconocer mi propia toxicidad es una danza frenética en la penumbra de mis pensamientos. Una penumbra que se expande como un cáncer por toda mi piel y me va comiendo poco a poco, no quiere dejar nada de mí cuando te veo marcharte.

Reconozco que mis pensamientos han sido un torbellino de caos, una vorágine de emociones que me han dejado tan desorientado que apenas reconozco al individuo que soy. Me siento tan ajeno a mí mismo, como un extraño en mi propia piel, desgarrado y lastimado por las circunstancias que han dado forma a esta historia. La soledad se ha apoderado de mis días, y en mi desesperación, me he vuelto dañino, no solo para los demás, sino también para mi propio ser. Cada palabra no dicha, cada gesto malinterpretado, ha contribuido a este estado de desolación que ahora abraza mi existencia.

En este punto, me encuentro solo y perdido, en un laberinto de emociones sin un hilo que me guíe hacia la salida. La idea de encontrar una conclusión adecuada parece tan elusiva como agarrar sombras con las manos. Por eso, simplemente, pronuncio un "Fin" y cierro este capítulo, dejando que las palabras caigan como las piezas de un rompecabezas que nunca logré resolver.

me.Where stories live. Discover now