8. Mi cariño, ¿dónde estás?

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Notas: 

Advertencia, temas sensibles: autoflajelación, luto. 

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No eran suficientes todas las horas de sueño que tuviera, no eran suficientes todas las condolencias que le ofrecieran. Y eso lo sabía muy bien el pastor mayor, el de arrugas y cabello canoso, al ver a Craig acostado en su catre, completamente ido y destruido. No había comido en días, ni había hablado. Ni siquiera había salido de su habitación. Sólo se mantenía en lamentos ruidosos, a veces otros silenciosos, y a veces aventaba cosas que se podían escuchar por toda la iglesia. El día del funeral, el padre lo acompañó. Pasó un momento sentado a un lado del que había sido su joven pupilo. Rezó junto a él por toda la mañana, pero no podía acompañarlo mucho más tiempo, debía hacer una misa en memoria del joven que había ascendido al cielo.

— Sería mejor si tú... te quedas aquí. — Bajó la voz al ver cómo el pastor más joven tenía espasmos sobre su catre. — Sólo quédate aquí. Ora por él, para que encuentre su camino al descanso eterno y reciba la misericordia, amor y perdón de Dios. — Se retiró en silencio, cerrando la puerta detrás de él.

Sus pasos sobre la madera resonaron por el pasillo. Craig sintió su corazón vacío estremecerse una vez más, el motivo por el que debía orar. Orar por él... Sí, era obvio, debía orar por él. Era lo que solía hacerse en esos casos, la rutina... Se levantó del catre, se hincó en el piso, cerró los ojos y se concentró en buscar la paz que solía encontrar cada vez que hablaba con Dios. Pero en su lugar sólo podía saborear dolor. Crudo y vivo dolor que se expandía como veneno por todo su cuerpo. Era amargo el sentimiento, tan, tan amargo.

— Tú que eres... justo y bondadoso. Misericordioso. Piadoso... — Comenzó a hablar. Su voz estaba tan lastimada y su garganta se cerraba dolorosamente dentro de él. — Mi señor, deja que él llegue a ti. Que recorra el camino hacia tu paraíso y descanse... en... paz. — Cerró los ojos con fuerza, al igual que sus manos que ya no sólo se tocaban, se apretaban y temblaban con mucha energía reprimida. Un sollozo lo asaltó, seguido de un espasmo en su espalda. Casi podía sentir cómo cada fibra de su cuerpo se retorcía en agonía. Quería gritar, quería desaparecer. — Te pido, por favor, señor mío, que... que... — Abrió los ojos y buscó desesperado su rosario entre el catre. Debajo de la almohada, debajo de las sábanas, en los bolsillos de sus pantalones... Hasta que lo vio en el piso. Cuando lo encontró, se sintió mucho más seguro, suspiró con respiración entrecortada y manos temblorosas. Cerró los ojos de nuevo y alzó la voz una vez más. — Te pido que en tus brazos lo recibas y te ruego que en bien él... que él... Yo te venero, mi señor, y te ruego que... te ruego... que... No. Te culpo. — Tragó saliva y apretó el rosario con fuerza. — Te culpo. — Repitió con voz amarga. — Te culpo... Te culpo. ¡¡Te culpo!! — Respiraba agitadamente y en un instante abrió los ojos, separó sus manos y comenzó a discutir con su atención hacia el techo y lágrimas por todo su rostro. — ¡Te culpo de su muerte! ¡¡No tenías por qué llevártelo!! ¡Era joven! ¡Era amado! ¡Era únicamente luz en este mundo de mierda! — Se levantó del piso, furioso y con rostro rojo. Pateó el catre un par de veces y volvió a dirigir su atención al techo. — ¿¡Por qué te lo llevaste!? ¿¡Por qué!? ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! ¡¡Te pedí que me ayudaras a no caer en tentación, pero esa no era la manera!! ¡Esa no era la puta manera! ¡Tú eres cruel! ¡Tú eres injusto! ¡TÚ ERES—

— ¡¡CRAIG!! —Interrumpió el padre con un grito. Había regresado a su habitación justo para presenciar todo el desahogo de su pupilo.

Pero el pelinegro no se arrepintió de nada. El padre lo veía decepcionado, enojado y castigándolo en ese preciso momento sólo con la pura mirada, como cuando era niño, pero ahora mucho más molesto con él. Aunque a Craig ya no podía importarle menos. Su quijada apretada dolía, sus rodillas dolían. Todo su cuerpo ardía. Estaba furioso.

— Discúlpate en este preciso momento con él.

No respondió de inmediato, temblando, dirigió la mirada al techo, como si Dios lo estuviera observando justo en ese preciso momento. Con el ceño fruncido tragó saliva y vio a los ojos al padre. — No. — Respondió.

El padre suspiró también y preocupado, alzó la voz. — Craig, deberás hacer penitencia por todo lo que dijiste. Discúlpate con él.

El joven seguía de pie y si el padre hubiera sido un poco más humano y menos sacerdote, se habría acercado a él y lo hubiera confortado, tal vez abrazado y dejado llorar. Escucharlo o permitirle el luto pacífico. Pero no. Solamente lo observó cuidadoso hasta que cumpliera su castigo.

El pastor joven entonces cedió. — Lo siento, Dios. — Dijo con quijada apretada. Había mordido su lengua en protesta y ahora toda su boca sabía completamente a hierro. Sentía el líquido que debía ser rojo impregnando por completo su paladar. — Lo siento. — Repitió con dificultad.
Sus ojos ardían, seguramente debían estar hinchados y ojerosos. Craig tuvo que controlarse de nuevo, agachó la cabeza, apenado por un momento de su actitud.

— Deberás de-

— Yo sé. — Interrumpió el más joven. Caminó hacia su buró y sacó de el un látigo. Era corto, pero pesado. De cuero. Observó al hombre mayor con ojos lastimados pero llenos de resentimiento, se puso de rodillas y se preparó para comenzar.

El padre lo vio con pesar y se retiró silenciosamente de la habitación. Dejándolo solo con su castigo.

Jamás había faltado tanto al respeto, ni al padre, ni a Dios. Jamás lo había sentido necesario. Incluso en su infancia, durante sus primeras clases, o cuando anhelaba escapar de la iglesia a los catorce años, siempre había mantenido su respeto e incluso adoración.
Pero ahora todo era diferente. Por primera vez, incómodamente, dudaba. Sentía su fe tambalear sobre un hilo, desgastado y frágil. Y solo podía ser consciente del odio que crecía en su pecho, envenenando su mente y carcomiéndolo lentamente.

Con manos temblorosas, él se aferró al pequeño látigo, sintiendo su textura áspera y las marcas de su escaso uso, apenas perceptibles a lo largo del mango. Había sido su último recurso, un objeto que había relegado al fondo de un cajón y que ahora se convertía en su única compañía en la penumbra de su habitación. Antes, apenas había sentido la necesidad de usarlo, podía contar con los dedos de una mano las veces que lo había desenterrado de su escondite.

Sin embargo, ese día era diferente. El aire denso de la habitación estaba lleno de silencio pesado y triste, mientras él se preparaba para lo que estaba por venir. El primer golpe del látigo cortó el aire con un silbido agudo, y el impacto se sintió como un latigazo en su alma. Fue un gesto vacío de ánimo, apenas lo había hecho con fuerza. Entonces lo repitió. Uno tras otro, tras otro. Varios golpes, varios arañazos directamente hacia su espalda. La piel se enrojeció y se inflamó, podía comenzar a sentirla. 
Hasta que, en medio de su castigo, su mente recordó la ausencia de Tweek. Y al recordar su nombre, un sabor amargo inundó su boca. La tristeza absoluta lo consumió. Era difícil aceptar que no volvería a verlo. Ni a escucharlo...

Recordarlo no hizo más que quebrarlo de nuevo, y peor. Ahora su desahogo podría tener forma. Recordó su dulce y tierna mirada, su manera de hacer comentarios tan raros y la obsesión que tenía por el café, por tocar su cabello negro. Craig sonrió, lágrimas salieron de él y entonces comenzó a golpear más y más fuerte. No era suficiente. No parecía ser suficiente.

Podía sentir ardor en su espalda y líquido espeso caliente recorrerlo a lo largo, pero continuó y continuó.

Continuó hasta que sus sollozos fueron insoportables y hasta que sus heridas físicas fueron equivalentes al dolor interno que lo carcomía.

Por ti renuncio al cielo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora