Mis ojos se posan en el reloj, como si pudieran detener el implacable flujo del tiempo que se burla de mi sufrimiento. Diez minutos. Eso es todo lo que ha pasado, pero mi percepción distorsionada lo convierte en diez eternidades. Me sumerjo nuevamente en la hoja, una especie de refugio donde mi mente se pierde entre las letras y los enigmas.
Una sonrisa irónica se forma en mis labios, porque sé que en este lugar, en esta sala de juicio implacable, mi propia condena se fragua con cada palabra escrita y no escrita. Yo soy el juez implacable de mi propio proceso, el verdugo que dicta sentencia incluso antes de que las palabras toquen el papel. La autocondena es mi compañera constante, mi sombra silenciosa en este camino de autodestrucción. Antes de llegar aquí, a este punto de no retorno, sabía que la primera persona en desaprobarme en todo sería yo mismo. La autoestima se desvanece en este abismo de autocrítica, y mi propia voz interior se convierte en el eco incesante de mis fracasos y flaquezas. En esta sala de examen, soy juez y víctima, verdugo y reo, en un ciclo interminable de autodestrucción emocional.

La lapicera cae de mis dedos como un testigo mudo de mi derrota. Mis ojos, buscando desesperadamente un respiro en este mundo de palabras desgarradas, se posan en mi entorno. La mirada encuentra a otros rostros en la misma lucha silenciosa, almas perdidas en el laberinto de la incertidumbre, y de alguna manera, siento una extraña compañía en su desconcierto.

En esos semblantes reflejados, veo un espejo de mi propia impotencia. Algunos, como yo, no saben qué escribir al principio, pero poco a poco, el papel se va llenando con las huellas de su desesperación. Cada garabato, cada palabra mal colocada, es una confesión silenciosa de nuestra batalla compartida contra la incomprensión y la presión del tiempo.

Han pasado diez minutos, y mis pensamientos colisionan en un choque de ideas desordenadas. La batalla en mi mente parece haber llegado a su fin, pero en el parcial, todo ha concluido mucho antes de que entrara en esta aula. Observo a aquellos que una vez compartieron mi desorientación, pero que ahora llenan hojas con sus respuestas, entregándose al rito de la escritura como si fuera una salvación. La única persona que permanece en la inacción, que no puede mover la lapicera en esta danza caótica de palabras, soy yo.

El deseo de haber estudiado, un lamento constante que resuena en las cavernas de mi mente. Pero las palabras impresas en los libros parecen estar escritas en una lengua que se me escapa, un idioma incomprensible que se desvanece en mi agotamiento perpetuo. Intento abrir esas páginas, pero cada letra es un golpe a mi fatigada alma. La comprensión se escapa como arena entre mis dedos, y la decepción se cierne como una sombra inmutable. La fatiga, esa compañera constante, se aferra a mis huesos desde el amanecer hasta el ocaso. Es un peso insoportable que me arrastra hacia abajo, hundiéndome en un pozo de desesperación. Apenas comienza el día, pero ya me encuentro exhausta, como si hubiera recorrido un largo camino plagado de obstáculos. La vida se convierte en una cadena de días oscuros, un callejón sin salida donde la luz parece ser solo una ilusión. La autodecepción se ha instalado en lo más profundo de mi ser. Miento para sobrevivir en un mundo implacable que juzga cada paso que doy. Mis palabras son solo una máscara que oculta la verdad de mi fracaso constante, una fachada que pinto para no defraudar a los que aún tienen esperanzas en mí. Pero sé que detrás de esa máscara, soy solo una sombra, una basura que no puede cumplir con las expectativas que la vida y yo misma me he impuesto. En este abismo de desesperación, me siento perdida, atrapada en una espiral de autorrepugnancia, ahogándome en la tormenta de mis propios errores.

Solo anhelo la llegada de la noche, un refugio oscuro donde las palabras se callen y nadie me busque. Es en la oscuridad donde encuentro mi paz, lejos del ruido del mundo que no hace más que atormentar mis pensamientos. La noche se convierte en mi única compañía, un manto que me abraza y me aísla de la falsedad diurna. Solo quiero sumergirme en su silencio, alejarme de las voces que intentan en vano llenar el vacío que habita en mi alma. En esa quietud, encuentro un respiro efímero, un momento de calma en medio de la tormenta que es mi existencia. La noche me ofrece su tregua, un descanso de la agotadora farsa que llamamos vida.

Las manecillas del reloj avanzan implacables hacia las 8:38 AM mientras entrego mi examen. La agonía ha alcanzado su punto álgido, y ya no deseo prolongar más esta tortura autoinfligida. El peso de la fatiga se ha vuelto casi insoportable, y el único anhelo que me consume es llegar a casa y dormir un rato, aunque sé que el sueño será solo un refugio temporal en este mar de desesperación. Así, con la certeza de que el daño ya estaba hecho, me alejé, llevando conmigo la esperanza de encontrar consuelo en el olvido momentáneo que el sueño podría proporcionarme. Las paredes parecen cerrarse sobre mí, como si quisieran asfixiarme con la presión de las expectativas y los temores. Cada paso hacia la salida es un intento de liberación, un esfuerzo por escapar de esta atmósfera opresiva. Al fin, al cruzar la puerta de salida, siento un atisbo de alivio. La luz del día parece demasiado brillante, como si quisiera iluminar los rincones oscuros de mi mente agotada. Mis pensamientos se tornan borrosos, como si estuviera en un trance, impulsado únicamente por la necesidad de llegar a casa y sumergirme en el abrazo reconfortante de la cama.

Cuando la noche se cierne, acudo a la mentira reconfortante de que la mañana por venir será diferente. Es una artimaña que repito cada noche, una pequeña ficción que me ayuda a conciliar un sueño apacible. Anhelo esa ilusión de un amanecer distinto, donde las cargas se aligeren y las penas se desvanezcan. Es mi ritual antes de dormir, un intento desesperado de hallar un bálsamo para la pesada realidad que me aprisiona. Me aferro a la promesa fugaz de que el sol que despertará traerá consigo un cambio, aunque sé que es solo eso, una promesa efímera que se desvanecerá con las primeras luces del día. Pero por ahora, me aferraré a esa mentira, pues en la oscuridad de la noche, es todo lo que tengo para encontrar un poco de paz en mi interior.

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