Escalofríos de excitación

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El hombre que entra en la licorería mide unos dos metros de altura. Tiene un torso de forma cilíndrica, brazos y piernas anchas, flácidas, carente de cuello y rostro redondo como muñeco de nieve. Su rostro refleja una expresión de preocupación. Su cabello es enrulado, corto, no está peinado en ningún orden. Viste camiseta de algodón blanca, apretada, pantalones y zapatillas deportivas grises. Se lo ve sudado. Busca con la mirada a Rob. Ni bien lo ve, tranca la puerta con llave.

—¡Hey, Dan! ¡Eres tú! ¿Qué te pasa, gordo? ¿Cómo vas a entrar de esa forma con todo lo que ocurre? —Rob se alivia al ver que lo conoce, mientras termina de acomodar todo dentro del jean.

—¿Te has enterado? —le pregunta Dan con voz grave y un tono de preocupación evidente. Está agitado.

—Sí, lo he leído todo el día en el periódico —responde Rob, al tiempo que se encamina de regreso a la banqueta—. ¿Trajiste algo para fumar? Muero por fumar un poco.

—No. Oye, creo que debemos atrincherarnos aquí dentro y no salir por ningún motivo durante días —propone Dan. Se posiciona delante de Rob con la mesa de por medio.

—Sí, claro, ¿tú llamas al dueño y le dices que usaremos su local comercial como trinchera? —le pregunta Rob, al tiempo que busca cigarros con desesperación entre todos los cajones que tiene al alcance.

—El dueño de esta pocilga vive en Baytown. ¿No? Ya no debe estar con vida o al menos no sano —reflexiona Dan.

—Ahhh, ahora sí —exclama Rob sin escuchar a Dan.

Festeja al encontrar algo de tabaco y papel para liarse un cigarro. Huele el tabaco, lo percibe algo viejo, aun así, le resulta delicioso. Empieza a liarse uno. No habla hasta que acaba con esa tarea. Recién entonces mira a Dan.

—¿Fuego? —pide al tipo corpulento que tiene delante.

—Oye, tenemos un maldito problema. Olvida los vicios —replica Dan enfadado.

—No decías eso cuando te conseguía de estos en prisión, ¿eh gordito? —recuerda Rob sonriente. Enseguida encuentra fósforos. Enciende el cigarro recién liado, le da una calada y refleja placer en su rostro.

—¿No está prohibido fumar dentro de sitios cerrados?

—Me importa una mierda.

—Escucha, Rob, debemos hacer algo, trabar la puerta, poner muebles en los escaparates. ¿Tienes armas? Sino tal vez no resistiremos con vida hasta medianoche —le sugiere y le quiere convencer Dan.

—A menos que el encargado de este chiquero seas tú, aquí nadie va a mover ningún maldito mueble, ¿de acuerdo? Soy yo quien debe rendir cuentas después con ese viejo tacaño. Si quieres armas ve a conseguirlas. Quédate atrincherado por ahí en un rincón sin molestar a los clientes —le sugiere Rob mientras disfruta de su cigarro.

Aún sentado en la banqueta, Rob coloca los pies encima del escritorio, se echa hacia atrás. Disfruta de su cigarrillo, rememora entre sonrisas que así mismo estaba la noche en que, siendo un hombre libre, logró por accidente obtener el número telefónico de la habitación de Brittany Condon. La artista estaba hospedada en hotel cinco estrellas en Baytown. Fue lo más cerca que estuvo de obtener un contacto directo con ella. Al periodista radial que reveló al aire el mencionado número telefónico en medio de su programa, aunque fue por equivocación, le costó una abultada demanda a él y también a los productores del mencionado programa.

Gracias a eso, Rob obtuvo una inmejorable oportunidad. Se sintió muy afortunado esa noche, podía comunicarse nada menos que con su amor más imposible. Era una posibilidad única de hablar con Brittany, probablemente jamás volviese a repetirse una situación igual. Por supuesto, misma chance también la tuvieron otros oyentes que escuchaban la radio en el mismo instante, cuando el periodista distraídamente soltó el número de la habitación al aire. Rob recuerda muy bien esa noche. Tembloroso, digitó el número mágico en su móvil virtual. Llamó sin importarle los costos extra asociados a la llamada desde Los Condominios. Le costó una fortuna.

¿Quién es Brittany Condon?Where stories live. Discover now