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Tiempo Pasado
Siete días después del arresto de Baela Targaryen-Velaryon

Aemond Targaryen solía decirse a sí mismo que no era como sus hermanos mayores, quienes hacían oídos sordos a todos los dramas familiares, diciendo que no les interesaba.

Pues a él sí que le interesaban.

Pero descubrió, con el tiempo, que uno debe de aprender a elegir sus batallas. Y que debe de hacerlo muy sabiamente.

Era temprano en la mañana cuando salió a correr, llevaba días sin hacerlo debido a que se encontraba ocupado con algunos asuntos de la empresa familiar ahora que Aegon estaba en el Norte junto a Jacaerys.

Estaba más atareado que nunca, entre controlar a Rhaena, ayudar a Lucerys a no perder el control de su patrimonio, acompañar a Rhaenyra como si fuera un perro faldero y velar porque su padre descanse lo suficiente entre reunión y reunión, francamente estaba exhausto.

Sin mencionar que dedicaba una cantidad absurda de tiempo tratando de evitar que su abuelo siga metiendo ideas estúpidas en la cabeza de su madre.

Y hablando de su madre, la mujer no le hablaba. Valga la redundancia.

Ni siquiera le dirigía algo más que una mirada decepcionada, y Aemond siempre tuvo un corazón sensible, listo en la manga de su mano para cuando Alicent se lo pidiera. Él, entre todos hijos, era el que siempre buscaba complacerla y hacerla sentir orgullosa.

Pero esta vez no iba a ceder.

Ya había cedido lo suficiente a los deseos de su madre durante 19 años como para saber que esta vez no lo haría. Y estaba en paz con su decisión, pero el corazón aún se le encogía en el pecho cuando la mujer lo despreciaba (lo cual sucedía todo el tiempo que estaba en la casa familiar), aunque no es como si pasara todo el tiempo, porque, nuevamente, estaba jodidamente ocupado.

Así que salió a correr aquella mañana.

Solo para encontrarse a sí mismo durante unos segundos, encontrar los vestigios de la fortaleza mental que iba perdiendo día con día desde hace ya una semana.

Lo necesitaba, en serio que necesitaba la paz que Baela había llevado a la prisión.

El parque estaba solitario y eso le agradaba; la vida en King's Landing no comienza tan temprano como en otros lugares del continente a pesar de que esta sea la ciudad capital de Westeros. Sus pasos eran ligeros y eso también le agradaba; lo hacía sentir liviano, como si todo el estrés acumulado estaba siendo lentamente drenado.

Era lunes, naturalmente, tendría que ir a la oficina, así que no podría gastar el día con Lucerys, pero francamente se moría por verlo. Ese acuerdo que habían mantenido con Daemon era espectacular, no se quejaba, pero aún así necesitaba tener más tiempo con su chico.

Pensaba en cómo lograr que Rhaenyra perdone a su hijo (sí, en medio de todo ese desastre que significaba el arresto de su prima y prácticamente el robo de su identidad por parte de su gemela), Aemond tenía prioridades.

Consiguió su tan ansiada paz durante unos gloriosos 60 minutos, ¿por qué la perdió tan rápido? Porque dos personas se posicionaron frente a él de repente, haciéndolo apenas capaz de parar el paso para no llevárselas de frente.

Notó, cuando los miró mejor, dos cosas. La primera, que naturalmente eran dos personas. La segunda, que una de ellas se trataba de una mujer, bien vestida y maquillada, algo totalmente extraño teniendo en cuenta que eran las cuatro de la mañana (sí, había salido a correr a las 3 de la madrugada, y qué). Y lo tercero, que la otra persona tenía una videocámara que le apuntaba directamente a la cara.

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