Capítulo 2

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Era una buena idea

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Era una buena idea.

Miré el par de finas sábanas blancas atadas entre sí, al edredón, a la colcha de la cama y, finalmente, a la pata de esta.

Vale, no era una buena idea, pero sí la única viable con las tan limitadas opciones que tenía.

Pegar a un guardia con una lámpara había salido mal. Ahora, habiendo tres, ni siquiera era una opción. No podría tumbar a uno sin que los demás se diesen cuenta, ni mucho menos podía dejar inconscientes a los tres a la vez. Así que solo me quedaba saltar por la ventana desde un tercer piso.

Había calculado que el suelo estaría a unos siete u ocho metros desde donde pensaba tirarme.

Las sábanas, atadas, medían más o menos cuatro metros y medio. Mi altura era de uno setenta, lo que al bajar por la "cuerda" y colgándome de su extremo, dejaba a mis pies a una distancia de poco menos de un metro del suelo como mínimo. Con suerte, si flexionaba las rodillas, al caer, solo me haría algo de daño.

Comprobé y reforcé todos y cada uno de los nudos. No quería morir por no haberlos revisado. Sería demasiado ridículo, incluso para mí.

Cuando terminé esa tarea, mi estómago rugió con fuerza.

Esa mañana, cuando Saturno vino a traerme el desayuno, decidí hacerme la dormida para así no arriesgarme a que él quisiera entablar conversación y mis intenciones de escapar fuesen demasiado obvias por el nerviosismo en mi voz.

Todavía no había probado bocado y sabía que tenía que comer ese cutre desayuno que ahora reposaba sobre la cama. La idea me parecía desagradable no solo por la mala pinta de esas galletas —piedras— y el vaso de leche —seguramente intoxicada—, sino también porque se me había revuelto el estómago de los nervios que sentía.

Me acerqué a la cama y cogí una de las galletas.

"Tienes que comer. No tienes dinero y, hasta que lo consigas, no podrás comer nada, así que aprovecha y da el que, probablemente, será el único bocado que darás durante unos cuantos días", pensé para convencerme.

Mientras engullía la comida con velocidad, para no tener que saborear nada, miré las vistas a través de mi ventana.

Por la posición del Helio deduje que serían más de las diez de la mañana.

La ciudad de Corignis tenía vida durante las veinticuatro horas del día, incluso por la noche se escuchaba a algún borracho, pero los gritos de la gente eran mucho más numerosos y agudos a partir de las ocho de la mañana, cuando la gente iba a trabajar.

La capital era, sin duda, un lugar que no me habría importado visitar tiempo atrás. Ahora, habiéndose convertido en mi prisión, solo se me pasaba por la cabeza el dejarla atrás. No había ningún tipo de interés en conocer a su gente, patear sus calles, ni siquiera quería pasar por esa famosa tienda de hierbas medicinales de la que tanto me había hablado mi jefe de la curandería en la que trabajaba. Seguramente él ya me habría sustituido. Normal, después de haber estado desaparecida un mes y una semana.

El peón del rey (Coronas de Papel I) ©Where stories live. Discover now