Excepto uno

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Era un día tan insoportable como otro cualquiera. Nadie quería escucharle, nadie prestaba atención a sus palabras. Es más, los niños y las niñas se reían y se burlaban de él continuamente.

Manuel, había elegido ser profesor por pura vocación. Le encantaba aprender y enseñar. Pero nadie le hacía caso. Aquella situación era tan frustrante que a menudo pensaba en cambiar de profesión. Sin embargo, no se imaginaba a sí mismo desempeñando otro empleo. Porque la enseñanza para Manuel, no era un trabajo, sino su pasión, su vida.

Pero sus alumnos y alumnas carecían de interés.

―¡Bueno, ya basta! ―gritó Manuel golpeando su mesa con la palma de la mano tan fuerte que sintió dolor.

La clase entera enmudeció. Era la primera vez que Manuel les mostraba su enfado. «¿Esto es lo que necesitan? ¿Una amenaza? ¿Para que me respeten debo mostrarme enfadado, incluso violento?». Manuel se preguntó todas estas cuestiones mientras sus alumnos y alumnas le miraban expectantes.

―Bien, ahora vais a leer Don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes.

Manuel amaba muchos libros, pero Don Quijote era el que más le gustaba. El profesor les habló un poco sobre Cervantes y enseguida sacó de su maletín un ejemplar de Don Quijote adaptado para jóvenes.

Les pasó el libro y les pidió que fueran leyendo. Los alumnos y las alumnas mostraron mucho interés. Manuel sonrió satisfecho al oír empezar a leer: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme...» Pero no duró mucho la tregua. En ese momento, la situación volvió a desmoronarse. Sebastián, el líder de la clase, empezó a reír y a gritar y todos los niños y todas las niñas hicieron lo mismo.

Manuel perplejo, se dirigió a su mesa dispuesto a golpearla con furia como acababa de hacer hacía unos instantes. Pero se contuvo. «¿Es esto lo que tendré que hacer continuamente?», se preguntó angustiado y cansado, muy cansado.

El profesor se sentó en su silla asimilando la derrota y no volvió a golpear la mesa ni a decir nada. Esperó con ansia a que sonara el timbre que anunciaba el final de la clase. En cuanto sonó, todos los niños y todas las niñas salieron corriendo. Excepto uno: Sebastián.

Manuel vio que el libro del Quijote había ido a caer en las manos de su peor alumno. A veces se había preguntado como serían las clases si no estuviese Sebastián. Pero nunca había tenido la oportunidad de comprobarlo porque el niño no faltaba nunca, siempre estaba ahí boicoteándole. Y ahora no parecía tener intención de marcharse.

Manuel sorprendido le preguntó:

―¿Qué ocurre Sebastián?

―¡Y a usted que le importa! ―gritó el niño.

Hubo un silencio, después Sebastián inquirió mirándole desafiante:

―¿No quiere que le devuelva su libro?

―No, puedes quedártelo si quieres ―le respondió Manuel y empezó a recoger sus cosas deseoso de que Sebastián se marchase para poder cerrar la puerta del aula con la llave que tenía en su bolsillo y salir de allí cuanto antes.

―¿Por qué le gustan tanto los libros? ―le preguntó de repente Sebastián casi escupiendo las palabras.

―Por muchas razones ―le respondió Manuel con acritud.

Sebastián puso una mueca de desprecio.

―¿Y cuándo tenía mi edad también le gustaban?

Manuel, deseó contestarle: «¿A qué viene este interrogatorio? Vamos sal ya de la clase que tengo prisa». Pero contuvo el enfado que sentía. En realidad, el profesor le tenía estima a pesar de todo. No quería dar al crío por perdido. Quizás detrás del aparente odio de Sebastián solo se escondía un niño asustado e incomprendido.

Con estos pensamientos Manuel se acercó a Sebastián y se sentó en una silla a su lado. Le miró a los ojos y le respondió:

―Sí, a tu edad me encantaba leer. Me sentía muy solo y los libros eran mis amigos.

Toda la fiereza de Sebastián de pronto desapareció. Súbitamente, sus ojos se llenaron de lágrimas y gritó:

―¡Yo odio los libros!

―Vamos cálmate, Sebastián. Quizás se trata solo de que no has encontrado el libro adecuado.

―¿Qué quiere decir?

―Que debes buscar hasta encontrar una historia que te atrape y ahí nacerá tu amor por la lectura y poco a poco irás leyendo cada vez más.

Sebastián miró el libro que tenía entre las manos.

―¿Podría gustarme este?

―Podría ser. Dale una oportunidad.

―El problema es que yo no valgo para nada y por eso no me gusta nada.

―¿Por qué piensas que no vales para nada?

―Porque es la verdad.

Una lágrima rodó por el rostro de Sebastián. Rápidamente, el muchacho la atrapó con la manga de su camisa.

―Yo creo que si te centraras y dejaras de portarte tan mal, aprenderías y empezarías a tener un mejor concepto de ti mismo.

Sebastián le miró con arrepentimiento en los ojos.

―Voy a cambiar, le doy mi palabra.

―Eso estaría muy bien. Venga, ahora vámonos.

Sebastián se despidió de Manuel y desapareció de su vista. El profesor salió de la clase y la cerró con la llave. No estaba seguro de que el muchacho cambiase de actitud, pero tenía que darle un voto de confianza.

Al día siguiente, cuando llegó a clase, estaban todos sus alumnos y todas sus alumnas. Excepto uno: Sebastián. Él nunca faltaba a clase. Así que Manuel, se sintió muy extrañado y preocupado.

Pero tal y como suponía, sin Sebastián, sus alumnos se portaron bien. Fue la mejor clase de todas cuantas había dado. Y, sin embargo, en cuanto sonó el timbre, Manuel llamó a la casa de los padres de Sebastián muy preocupado. La madre le cogió el teléfono, y tras saludarle, le explicó:

―Hoy no ha ido a clase porque estaba agotado y por eso le he dejado que se quedase durmiendo. Pero no va a creerse lo que le voy a contar. ¡Anoche se quedó dormido con la cabeza apoyada sobre un libro! Eran las dos de la mañana. Le pregunté que por qué no se había ido a la cama. ¿Y sabe que me contestó? Que al fin había encontrado un libro que le gustaba y no había podido dejar de leerlo. Me dijo que se lo regaló usted. No sabe como se lo agradezco. Ojalá este muchacho entre en razón y empiece a ser más responsable y a tomarse enserio los estudios.

―Seguro que sí ―respondió Manuel y se despidió de la madre de Sebastián, sin creer aún lo que había oído. ¿Sebastián empezaría a ser un buen alumno? No lo sabía, no podía imaginarlo. Pero lo que sí sabía, es que solo por ese momento valía la pena ser profesor, esa era su profesión y no la dejaría por nada del mundo.

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