17. ELAKIR

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Mientras caminamos de vuelta por el mismo sendero, mi cabeza no cesa de dar vueltas a lo que hace unos minutos acaba de ocurrir. Me muerdo el labio inferior mientras mis ojos se posan en su espalda desnuda, en donde antes dos asombrosas e imponentes alas negras se agitaban con libertad. Quiero evitar tener que mirar sus ojos porque aún me quema la piel por su contacto; aún siento cómo la sangre bulle en mi interior y el fresco sabor de su aliento en mi boca. Calor y frío al mismo tiempo, un éxtasis que hace que mi cuerpo caiga preso sin poner resistencia.
Mi primer beso ha sido robado por un demonio.
Estoy hecha un lío. Un álgido acaba de declarar sus intenciones hacia mí y mi corazón late jubiloso, pero al mismo tiempo se contrae inquieto porque no ha sido con Aaron. No quiero ser la niña tonta enamoradiza que no mira más allá de su aturdimiento. Había decidido pasar de chicos teniendo en cuenta que voy a morir y, sin embargo, aquí estoy: dándole vueltas a mis dos opciones.

"Opciones", pero ¿qué estoy diciendo? Ni que ellos fueran un par de camisetas que tengo para escoger. No puedo estar con ninguno de ellos. No voy a hacer daño a Aaron ni permitiré que Nys me siga hasta la muerte. Quizás, con el paso del tiempo, Abadón olvide al álgido porque ya me tiene a mí.
No lo permitiré. No permitiré que alguien sufra por mí. Es mi condena y, esté o no preparada, es mi destino.
Llegamos al lugar del bosque oscuro donde los demás nos esperan, pero para mí desconcierto, Aaron está atado al árbol donde antes estuve yo; amordazado con un pañuelo blanco. Varias flechas elaboradas de caña y emplumadas en el extremo en color blanco lo rodean a pocos milímetros de su cuerpo. Jedric está colocando un extraño fruto redondeado parecido a una manzana sobre su cabeza, mientras que Euriale está sentada en una alta roca retocando sus labios en color rojo con la ayuda de un espejo adornado en nácar.
Jedric se dispone a disparar desde una distancia peligrosa. Aaron advierte mi presencia y grita palabras que no consigo entender por culpa de la mordaza.

—¿¡Qué estás haciendo?! —Increpo.

Toma su arco de madera oscura tallada con extraños esbozos y coloca la flecha con la punta en cobre hasta tensar la cuerda. Dispara.
La flecha vuela veloz y segura hacia el blanco, haciendo pedazos el fruto que mancha el rostro y el cabello de Aaron de un jugo rosado. Aaron ni siquiera ha pestañeado. Continúa con su mirada fulminante en el álgido ansioso por ser liberado y devolverle la jugada.

—¿¡Te has vuelto loco?! —Corro hasta Aaron.
—¿Sabes lo que ha sido tener que aguantar las incesantes preguntas de este Nephilim? —responde Euriale sin levantar la vista de su espejo.
—No se callaba —contesta Jedric dirigiendo su suspicaz mirada hacia Nys—. Tenía que hacerlo callar durante un rato —aclara.
—¡¡Serás...!! —grita Aaron cuando suelto la mordaza—. ¡No se puede confiar en los demonios!
—¿De verdad? Fíjate que podría haber fallado a posta y no lo he hecho, Nephilim —Jedric Ríe colgando a su espalda el carcaj de piel.
—Solo tenías que pedirme que me callara, imbécil —protesta aún más enfadado.
—Eso hice y no hiciste caso.
—Hermano, ¿qué le ha pasado a tu camiseta?
—¡¡No es lo que parece!! —interrumpo avergonzada.

Parezco tonta. ¿Por qué estoy tan nerviosa? ¿Por qué estoy mirando a hurtadillas a Aaron? ¡No he hecho nada! ¡Solo me besó!

—¡¡Callad!! —grita Aaron, un tanto molesto por tener que limpiar el jugo de la fruta con su camiseta—. ¿No escucháis ese ruido?

Aguardamos, esperando escuchar algún ruido extraño. Y, de pronto... Todo sucede muy deprisa.
Comienzan a rodearnos en un perímetro circular mujeres lánguidas con cuerpo de serpiente. El cuerpo es amarillento y sus costillas se distinguen en su parca piel. Se mantienen erguidas con sus rizados cabellos ondeando como si tuvieran vida propia. Habrá unas doce mujeres acorralándonos con sus bocas babeando una sustancia gelatinosa. Jedric preparara su arco junto a Euriale, que sostiene una pequeña daga con la empuñadura en forma de águila.
Un brazo rodea el mío; es Nys temblando. Otro brazo rodea mi brazo izquierdo; Aaron buscando alguna vía de escape.
Jedric dispara sus flechas sobre algunas de ellas, pero solo consigue debilitarlas sin frenar su marcha hacia nosotros. Damos unos pasos hacia atrás hasta que nuestras espaldas chocan la una con la otra y no podemos alejarnos más. Vuelve a cargar otra flecha; esta vez fulgurando un gas gélido que congela a la mujer serpiente al instante de penetrar en su piel. Otra flecha más rompe en mil trozos de cristal la figura de hielo en la que se ha convertido.
Utiliza este modo de ataque con algunas más. Una alfombra de cristales se forma bajo nuestros pies.

Destino (Trilogía. Libro 1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora