11. El tiempo que queda

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A finales de diciembre de 1962, Baltasar Cenicero empezó a trabajar como ayudante de los pastores de la localidad de Las Santas, provincia de Tenerife. Su padre esperó a que terminase la educación primaria para que, a sus doce años, le ayudase en sus labores y trajera medio jornal a casa como cualquiera de sus hermanos. Baltasar pasó novecientos cincuenta y seis días paseando cabras tinerfeñas, un animal oscuro, peludo y orgulloso que suele morder, cocear y gritar a sus pastores a menudo.

Cansado de la soledad en las lomas negras de la isla, Baltasar abandonó el pastoreo para asentarse en Las Santas. Su padre, furioso con el arrebato de rebeldía del adolescente, le dijo que o encontraba un trabajo o no dormiría en casa. Por ello el jovenzuelo no tardó en encontrar ocupación como ayudante y dependiente de zapatería. La paciencia que entrenó entre las cabras, y las matemáticas básicas que recordaba del colegio le aseguraron el trabajo durante tres mil cuarenta días. Por desgracia, el avance del calzado industrial hizo prescindible la zapatería del municipio.

Baltasar volvió a trabajar esta vez como mozo de carga en la capital provincial, llevando combustible a los ferrys que llegaban al puerto de Santa Cruz, sumando aquí un total de mil quinientos setenta y dos días. Ese trabajo se agotó cuando apareció otro como conserje de hotel doscientos días, seguido de la labor de botones de hotel, noventa y tres días, y recepcionista del mismo hotel, catorce mil novecientos sesenta y dos días, toda una vida.

Sus labores no terminan allí ya que, aunque no figuren en los mismos registros, Baltasar Cenicero también trabajó días sueltos de esos que el tiempo olvida con facilidad. Mil veintidós días trabajó para la asociación de padres y madres del colegio de su barrio; trescientos cuarenta que tuvo que hacer favores y apaños en la rama sindical del hotel; quince días ayudando a construir una segunda residencia en Las Santas, encima de la casa donde vivía su familia; noventa días arreglando bicicletas y diez mil quinientos ochenta días en que Baltasar se dignó a hacer alguna tarea del hogar, que no eran muchos.

El primero de enero del año 2020, después de estar tres años jubilado pero aún ayudando a los nuevos recepcionistas del hotel, descansó por fin.

Junto a él, también otros han trabajado y han cambiado Las Santas, Santa Cruz y la isla al completo. Después de quinientos mil días de trabajo ganadero se manejan ahora en rebaños más especializados, más masificados, y requiriendo menos mano de obra. Por el contrario, el sector hotelero acumula en todo Tenerife muchos millones de días de trabajo desde 1962. Los negocios artesanales han reducido el tiempo que arrebatan a los vecinos, pero se compensa con trabajos técnicos y de servicios, que se han multiplicado. Gracias a muchos como Baltasar es más común hoy repartir sushi que cuidar cabras tinerfeñas. La población se ha triplicado desde que nació y haciendo uso de los billones de horas de trabajo disponibles, se ha edificado una nueva isla, de colores más atractivos y carreteras más firmes. Y ahora, como todo lo demás, está confinada en sus casas a causa de la pandemia.

Ha sido precisamente al darse fin a los días laboriosos de Baltasar Cenicero cuando se han paralizado temporalmente los de la mayoría de sus vecinos. Todos reposan tranquilamente y se entretienen con pasatiempos que, una vez pasados, aún les dejan más tiempo por delante.

Una tarde de granizo y lluvia Baltasar dejó de recibir visitas y así ganó contacto con la familia. Este es un fenómeno habitual de cuarentena, que cuando uno deja de tener la posibilidad de hacer una visita real, acude con más asiduidad a visitas virtuales. Videoconferencias, llamadas y mensajes que se hacen con una extensa retahíla de aplicaciones con las que las personas mayores, tantas veces las víctimas de esta persecución por mantener el contacto, tienen problemas para entenderse.

Ni siquiera solos pueden fumarse un cigarro en casa porque las cámaras del teléfono les encontrarán y se encenderán sin que ellos lo sepan muy bien del todo. Ni siquiera después de cincuenta y ocho años trabajando se había ganado Baltasar el derecho a un cigarrillo, ya que la preocupación de los suyos por su salud se había extremado aquellos días.

"Abuelo, no queremos que se jeringue y que haya que llevarlo a que le pongan las jeringuillas". "Eso son chorradas, naderías, a mí me pasará lo que me tenga que pasar, lo que Dios prefiera". "Abuelo, tienes que seguir vivo, que todavía quiero que vivas veinte años más por lo menos". "¿Yo, veinte años? Déjate, déjate. Aquí el que importa eres tú que todavía te quedan como quince mil días de trabajo todavía, mil arriba mil abajo, y aún no has empezado". "¡Agüita!".

La conversación dejó a Baltasar meditabundo. Él podría ausentarse, pero sus nietos e hijos sí iban a vivir los próximos veinte años casi con total seguridad. Las noticias ya habían dejado claro que lo que estaba por venir no sería bueno. Incluso que, seguramente, su nieto debería restar varios miles de días de trabajo en tanto que el paro tenía previsiones de dispararse de un momento a otro.

"¿Otra crisis? ¿Pero tú estás seguro que hemos salido de la anterior?". "Sí, hijo mío, sí, que yo he visto ya muchas crisis y sé que mucha gente cree que acaban cuando se vuelve a lo que había antes pero esos días ya no vuelven". "Entonces estos años...". "Estos años que ha habido tanto desempleo, tanta pobreza, tantos trabajos de mierda, esto era una época, no una crisis y ahora pienso que después de la que se viene se puede ir a peor". "No creo. Pa, no te puedo creer ¿la economía, peor?". "Sí, hijo, sí. Porque estábamos en el periodo de entrecrisis y no lo sabíamos. Pero nadie sabe qué historia vive hasta que la termina, claro. Acuérdate, entrecrisis".

Al encontrar un recipiente sobre el que volcar todas sus ideas sobre lo que habían sido los últimos seis años, encontró Baltasar facilísimo de comprender y asimilar y predecir la clase de días de trabajo y de desempleo que habían pasado y los que tenían por delante ¿Cuántas horas de llantos porque no hay dinero tendrá que pasar la isla los próximos cinco años? Trece millones sesenta mil horas llorando, estimó Baltasar después de una mañana con la calculadora.

"Para que te hagas una idea, hijo, en estos últimos seis años se ha llorado menos de cuatro millones de horas, ni un tercio". "Es por el paro, ¿verdad?". "El paro y la paración, los negocios y los sitios que estaban empezando hace poco y se los lleva el viento, por las deudas que deja todo eso". "¿Pero tú crees que luego será peor que ahora?". "No sé, tampoco se le puede pedir tanto a la calculadora. Puede haber buenos políticos o empresas que vayan bien que cambien eso, aunque lo que más importa son los días que la gente trabaje, que sean días de calidad. Y eso, son tantos miles de días que nunca se sabe cómo van a salir en general". "Ya...". "Pero, bueno, que puede ser malo como puede ser bueno. Todas estas cosas te meten un cartuchazo que no lo ves venir y entonces cambias, pero igual cambias a que te rompen una pierna, como que igual te pones fuerte para que no te metan otro".

Sus hijos y sus nietos querían ya saber cuándo se acabaría esa penuria, que ni siquiera había empezado, con la familia al completo aún confinada y viéndose solo a través de pantallas. Baltasar les dijo que el tema de fechas está más segmentado de lo que dan a entender las noticias. Las crisis se dilatan para algunos desafortunados, o comienzan más tarde para otros o se repiten como una broma de mal gusto para los favoritos del destino.

"Abuelo, ¿Por qué no hacen una máquina? Una máquina que haga que todo el mundo tenga el dinero que esté bien que tenga para que el mundo vaya bien". "¡Chacho!, ¿usted qué cree? Pues, pues... ¿pues por qué no hacen algo así de una vez?".

Estas lúgubres y trasnochadas charlas de la familia Cenicero se relajaron al llegar el fin del confinamiento. Con la brisa atlántica oreando su cabeza, Baltasar perdió de vista el tiempo, el periodo de entrecrisis y las horas de duelo. Caminando por las playas negras de la isla todo lo que preocupa son las olas frías que se esquivan y las que se pisan descalzo.

Cuando llegaron esos días aciagos, meses después, dos hijas suyas y un nieto perdieron el empleo. Entonces supo Baltasar que, finalmente, llegaba la hora de volver él mismo al trabajo, donde fuese, seguramente en el hotel, cobrando la mitad de lo que antes ganaba, atendiendo a la gente que venía a relajarse a su ciudad y tomar unos cuantos días de reposo.


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