1. Manuel González antes de la muerte

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La sombra del invierno custodiaba España. Cruzó marzo y se sentó desde los montes Pirineos hasta las islas Canarias. Oscurecía los días y alargaba las noches mientras el invierno hacía su parte. Pensar en el coronavirus, como pensar en la muerte, se convirtió en inevitable para todos.

La pandemia, que confinó ciudades e hizo temblar a los gobiernos, buscaba más que nada a los más vividos. Los viejos, los añosos, parecían su objetivo. Sin que los virus puedan pensar para elegir en quién se posan o a quién sacrifican, sí que obtienen de la sociedad una explicación. Este virus pudo ser la venganza de unos tiempos rápidos. El mundo de las prisas, el mundo que no cesaba, quizás degeneró en un monstruo que perseguía a la gente tranquila, a los que pertenecían a tiempos con menos agobio.

Las historias de residencias de ancianos, por ende, son muchas. Ahí han quedado muchos recuerdos grises de esta tragedia. Tanta gente que perdió a seres queridos, que por estar entre tantos seres queridos perdidos, pudieron parecer menos trágicos. Los que no pudieron despedir a unos abuelos en un funeral; aquel que vio a sus vecinos de residencia fallecer y, por alguna razón, no falleció él; y los que cuidaban a aquellos ancianos tienen imágenes que van a perdurar, incluso si solo tienen la ausencia de esas imágenes.

En la llanura de La Mancha, en un lugar de nombre Tomelloso, una de estas residencias padeció la enfermedad. La institución, llamada El Ciprés, acogía a algo más de trescientos residentes y era la de más renombre entre las residencias de su ciudad. El título no la protegió del minúsculo mal, que entró a través de familiares cariñosos, besucones, y se hizo hueco a través de abrazos.

Las autoridades de El Ciprés recibieron quejas de sus inquilinos de accesos de tos, fiebre y dificultades respiratorias y, en principio, les pareció un día más en el geriátrico. Al día siguiente, con el doble de aquejados de estos males, pensaron que los ancianos se estaban autosugestionando con el virus, por no dejar de verlo en televisión. Para ellos, la enfermedad era algo precisamente de la televisión, que habitaba en las noticias, madrileña si acaso. Al tercer día, con cuatro veces más enfermos, tomaron medidas.

Se hizo hincapié en la higiene, que ya estaba allí antes, pero de pronto parecía nueva. Se aisló a los enfermos y se obligó a los trabajadores del centro a andar con guantes y mascarillas a tiempo completo. Cuatro días después el esfuerzo había sido a todas luces insuficiente, los casos se multiplicaban y los medios empezaban a escasear. La dirección, después de sopesarlo un tiempo, optó por el confinamiento completo. Nadie podría ni entrar ni salir de su cuarto ni mucho menos recibir visitas.

La soledad es también una enfermedad terrible, nadie quiere quedarse solo con sus achaques, sino que si los soportan es para poder estar con los demás. Ese tedio inaguantable saltó al cabo de día y medio, cuando una pequeña revuelta de los viejos rompió su encierro. Los más peleones salieron a gritos de sus cuartos y convencieron a los más aprovechados y después terminaron por salir todos los que no temían por su salud.

Los viejos manchegos son un estamento dominante en su sociedad. Pueden rajar los balones de los niños que les molesten, llevan traje o camisetas de tirantes según les plazca y pueden gritar sin que nadie les mande bajar la voz. Los cuidadores de El Ciprés se vieron en muchas peleas para lograr llevar a los ancianos a sus cuartos. Sin embargo, cuando llegó la primera muerte, la de Apolonia Ruidera, marcharon todos ordenadamente a sus habitaciones.

Fue en esas semanas grises cuando quedó claro que se prolongaría el invierno. Los viejos quedaron sin más compañía que la del televisor y el teléfono, y también de los minutos que un cuidador charlaba con ellos durante sus comidas.

Los cuidadores, por un momento, creyeron resuelta la crisis, pero no fue así, murieron muchos más. Y los casos, pese a su celo en el contacto con los mayores, no dejaron de crecer, como si el virus se contagiase con solo pensar en él.

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