7. Guillermo Casero

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El diecinueve de junio de 2019 Guillermo Casero atravesó una repentina fiebre que lo obligó a permanecer en casa durante todo el fin de semana. Esas cosas pasan de cuando en cuando. Las enfermedades siempre esperan al último momento, al final de la semana laboral, cuando las defensas están desplomadas, para asaltarnos y secuestrar el reposo de la gente.

Cuando se está enfermo, además, nos arrepentimos de no saborear la salud cuando estamos sanos. Como si uno pudiera detenerse a pensar en qué bien camina o cuánto se alegra de respirar con ampliamente y en que si no lo hiciera sería una muestra de ingratitud. En el caso de Guillermo, un joven santanderino de treinta y dos años, la sensación se le quedó para siempre.

Pasó tres días envidiando a los sanos, los que salían y quemaban las discotecas y terrazas de la capital cántabra. "Lo bueno de esto", pensó, "es cómo voy a aprovechar la semana que viene el finde". La fiebre, no obstante, no remitió, sino que se prolongó durante dos días más. El miércoles, harto de las paredes de su cuarto, convocó a sus amigos a un partido de tenis esa misma tarde como celebración.

Es extraño que alguien se lesione gravemente jugando al tenis, pero Guillermo Casero apuntaba al récord de las lesiones. Los remanentes de su gripe aún pasaban factura a la calidad de su reveses de raqueta y de sus zancadas. Se movía brusco, persiguiendo las pelotas en lugar de acudir a su encuentro. El orgullo le obligaba a exigirse más de lo que podía dar, además de no querer defraudar a su compañero de equipo. Todo ello derivó en catástrofe cuando tenía que devolver una bola sin importancia, estando en un simple empate a treinta. Pensó que la ocasión necesitaba de un salto más que una zancada, y su pie, que recibió la orden tarde, aterrizó con la punta por detrás del talón, y su pierna, que se quedó sin apoyo, terminó con la rodilla a un lado y el glúteo en otro. Gritó Guillermo y, mientras sus amigos trataban de asistirle, pensó en qué poco había disfrutado lo bien que le iba la pierna.

El médico le prescribió cuatro semanas de reposo sin pestañear. Había dejado sus huesos tan descolocados como si hubieran tenido un baile de los de cambiarse de sitio a la mayor velocidad y la rótula se hubiera quedado sin silla.

Los médicos, pensaba Guillermo, deberían advertir a sus pacientes cuando están recomendando "en serio" y cuando nos dan un consejo, una especie de orientación para que todo salga perfecto. Claro que también creía que las señales de tráfico deberían tener debajo un letrero que indicase "Más o menos" o "De verdad". "60 km por hora, de verdad; si no, se mata". A su juicio, ni más ni menos, llegaba a decir que trámites legales como el DNI debería hacerlos el Estado e ir a buscarte a tu casa para dártelo y renovártelo. En términos de cumplir con sus obligaciones Guillermo era, en síntesis, un cutre.

Todo esto lo pensó Guillermo, sorprendido, cuando se agravó su lesión a las dos semanas de intentar hacer algo de deporte en casa para no perder demasiada forma física. Su forma física no se perdió, sino que se desperdició durante otras tres semanas de reposo obligadas por el médico. Esto supuso un gran revés en la vida de Guillermo Casero, ya que su convenio laboral no cubría una baja de esa duración, no se le permitía ser tan zoquete. Fue despedido y, si bien tenía ahorros para sobrellevar holgadamente el verano, habría de renunciar a las vacaciones.

Estando en casa no se gasta el dinero. No se escapa entre cafés ni dulces, ni desaparece y se vuelve caprichos que sorprenden al ojo desde los escaparates. La solución, mientras sus amigos viajaban a las playas del sur y del levante, era aburrirse, sobrellevar la lesión entre la cama y el sofá y agotar las películas, series y libros que tenía a mano.

Aquellos fueron el primer y el segundo mes que completaba en el domicilio y Guillermo era selecto con sus pasatiempos. Leía las novelas prestadas o, si acaso, volvía a ver las películas de su infancia al toparse con su cinta.

Cuentos del virusWhere stories live. Discover now