XXVI: Agathón (parte 1/2)

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El día de la audiencia con el emperador de Párima finalmente había llegado.

Dos miembros de la Guardia Inmisericordiosa transportaron a la comitiva integrada por el conde Milau, Méredith y Winger hasta la Plaza de la Conquista, el centro simbólico de Párima. A partir de allí, la diligencia no pudo continuar. La plaza estaba diseñada de tal modo que todo el que osara acudir al palacio de gobierno tendría que cruzar a pie un enorme predio de roca llana.

—Matts me dijo que hay una entrada directa en la parte de atrás del palacio, pero que es exclusiva para los funcionarios del gobierno —comentó Winger—. Las personas comunes debemos ir por el camino más largo...

Durante la tarde del día anterior, Matts se encargó de brindarles información acerca de lo que podría estarles esperando en el palacio, para de esta forma estar mejor preparados ante posibles eventualidades.

—La Plaza de la Conquista —musitó Méredith—. Lisa y vacía como una estepa, tal cual la describen los cronistas.

—Nada ha cambiado desde mis días —murmuró el conde Milau, sin nostalgia—. Una vasta superficie que supuestamente fue hecha para conglomerar al ejército. Lo cual nunca se hizo. En verdad solo se trata de una muestra del poder del imperio.

El sol acababa de salir y era una mañana inusualmente fría para ser verano.

Winger recorrió los alrededores con la mirada. La casa de la moneda, el departamento de guerra y tecnología, el tribunal de justicia y la catedral de la noche flanqueaban la plaza desértica como ministros monstruosos, grises y petrificados. Un viento frío los acompañó como una jauría de perros hasta las escalinatas del palacio de gobierno, el cual sobresalía como la madre de todas aquellas casas estatales. Más que un edificio administrativo parecía un bloque monolítico, tan contundente que daba la impresión de haber sido tallado de una sola roca. A pesar de que el palacio nunca había sido atacado directamente, los centinelas vigilaban rigurosamente desde las terrazas, con los cañones listos para disparar.

Catorce hombres armados dispuestos en dos filas custodiaban las puertas de ingreso. Solo el capitán de la guardia, un sujeto de edad avanzada, se movió de su lugar para autorizar el acceso de los tres visitantes. Winger nunca había visto unas puertas tan grandes y macizas. Las mismas estaban ornamentadas con figuras de bronce que formaban una montaña humana, todos aferrándose entre sí para no caer. Y por encima de la montaña, una luna creciente con un ser alado.

Era la representación de Daltos.

La deidad protectora de Párima sostenía una lanza con sus brazos largos, sus cuernos sobresaliendo hacia adelante. El dios de la oscuridad lo contemplaba todo desde las alturas, y era una imagen intimidante.

De repente se oyó un rugido y las puertas de hierro comenzaron a abrirse por sí solas. El piso bajo los pies temblaba.

Winger recordó entonces las indicaciones que Matts le había dado:

"Que no te amedrente ese truco. Las puertas se abren usando energía hidráulica y mecanismos de relojería. Todo el recorrido, desde la plaza vacía hasta la entrada al palacio, está pensado para debilitar emocionalmente a los visitantes antes de su encuentro con las autoridades."

«Lo entiendo, y aún así...»

El muchacho de la capa roja miró a su maestra y al conde, imperturbables frente a la ostentación de poder de Párima, y al atravesar el umbral sintió que un poco se contagiaba de la seguridad de ambos.

El jefe de la guardia los guió hasta la mesa de entrada, donde un soldado joven con una libreta en mano los recibió. Corroboró sus identidades y revisó el cofre con las misivas reales que Méredith resguardaba. Si bien el conde y la vampiresa eran las personalidades más importantes allí, aquel novato de la milicia sonrió interesado al identificar a Winger. Un tercer hombre, con una edad intermedia entre el veterano capitán y el soldado joven, se aseguró de que ninguno de ellos llevara armas escondidas.

Etérrano III: Disparo del AlmaМесто, где живут истории. Откройте их для себя