Capítulo 8

601 103 126
                                    

No sabía qué hora era, pero debía ser casi mediodía, ya que podía sentir la calidez del sol sobre su rostro. Parpadeó varias veces hasta enfocar la vista y, aún somnolienta, se sentó en la cama. Reconoció al instante la habitación en la que se encontraba y su corazón palpitó al darse cuenta de que no había sido un sueño. Su ángel la había salvado de una muerte segura y, luego, la había llevado a su hogar, incluso debiendo enfrentarse a sus hermanos para ello.

Inquieta por el recuerdo, frunció el ceño. Aunque estaba medio dormida, lo había oído entrar en la habitación la noche anterior. Así como también había alcanzado a percibir su intenso calor junto a ella cuando, a continuación, se recostó a su lado. Solo entonces, luego de experimentar la calma que él siempre le brindaba con su sola presencia, se quedó dormida. No obstante, había despertado sola y su lado de la cama se encontraba tan helado como lo era el clima en el exterior.

La protesta de su estómago la hizo reaccionar por fin. Luego de tantas horas sin comer, se sentía en verdad hambrienta. Miró hacia la mesita de luz en busca de la bandeja que Ezequiel le había llevado antes con comida. Tal vez podía picar algo. Sin embargo, ya no había rastro de esta. Probablemente, él se la había llevado cuando se marchó mientras ella dormía.

Se preguntó por qué no la había despertado y, aunque lo más probable era que había querido dejarla descansar, temió que el motivo real tuviese más que ver con evitar pasar tiempo a solas. Después de todo, eso fue lo que había hecho tras besarla, ¿verdad?

Sintiendo cómo la tristeza comenzaba a invadirla, se puso de pie y se dirigió al cuarto de baño. Si eso era cierto, si el único ser en el mundo que amaba no sentía lo mismo que ella, entonces no se quedaría allí por más tiempo. Regresaría a su casa, a su monótona y solitaria vida y se olvidaría para siempre de su ángel. Bufó. ¡Cómo si eso fuese acaso posible!

Le sorprendió ver su cepillo de dientes nada más entrar. Confundida, abrió la canilla y procedió a higienizarse. Minutos después, se vistió con la ropa que él le había dejado en el sillón frente a la cama. No pudo evitar cerrar los ojos al reconocer su aroma y, presionando la nariz contra la tela, inspiró profundo. ¡Dios, ¿cómo podía ser que oliese tan bien?! Notó el escozor de las lágrimas al pensar en que podría ser la última vez que lo sintiese.

Apartando ese horrible pensamiento, giró el picaporte y salió de la habitación. Lentamente, recorrió el pasillo por el que había caminado con él al llegar a la casa y bajó por la escalera. Todo estaba en silencio y, por un momento, se preguntó si acaso la habían dejado sola. Pero entonces, el murmullo de varias voces provenientes de donde recordaba que se encontraba la cocina, la alcanzó. Conforme se acercó, el exquisito aroma de pan recién horneado se volvió cada vez más intenso. ¿Estaban cocinando?

Tres pares de ojos se posaron en ella al mismo tiempo cuando traspasó el umbral. Fríos, penetrantes y ridículamente hermosos ojos. Su corazón se aceleró cuando se encontró por fin con la mirada de Ezequiel, quien, junto al horno, sacaba una bandeja de pan tostado. Notó de inmediato cómo esta se suavizaba al verla y una sonrisa, que amenazó con dejarla sin aliento, asomaba en su rostro.

—¡Estás despierta! —dijo mientras depositaba en la mesa su carga y, luego, caminó en su dirección—. Buenos días, pequeña —susurró al llegar a su lado.

—Buenos días —saludó con timidez—. ¿Qué hora es?

—Casi las dos de la tarde.

Abrió grande los ojos debido a la sorpresa.

—¿Tanto dormí?

—Estabas agotada y no quise despertarte. Espero que hayas descansado.

—Lo hice, gracias.

Su ángel guardiánOn viuen les histories. Descobreix ara