Capítulo 3: Como un perro.

4.9K 437 1.5K
                                    


El chiste consistía en reírse como un pendejo para que las personas no se fijaran tanto en ti cuando poco a poco te esfumabas del grupo social.

Podías volver alcoholizado sin pedo y creerían que estás igual.

Explosivo Intermitente.

Hipo sabía cosas, wey.

Ser amigo de un hipocondríaco no era algo que esperaba, ni siquiera a lo que le daba mucha importancia tras varios años de soportar sus ojos de mosca muerta en búsqueda de un trozo de pan mohoso. Consistía en mirarlo fijamente cuando se diagnosticaba, abrir con lentitud la boca y decirle que se detuviera o yo le abriría la cabeza.

Y me creía, confiaba en mi promesa de abrírsela algún día.

Suena como amenaza cuando te lo dice un wey que es el Trastorno Explosivo Intermitente.

17 años, en mi etapa de genio. Con 7 años de revivir una y otra vez episodios repentinos de conductas impulsivas, agresivas, violentas. A veces caía en los arrebatos verbales o recurría a la violencia física; desde romper objetos, hacer berrinches o cualquier otra acción temperamental que satisficiera mi constante búsqueda de problemas.

Mi último episodio físico dejó destrozada mi guitarra. Mi último arrebato verbal fue contra mi ex-pareja, hace varios meses. La ira acumulada era progresiva, no tenía forma de nombrarla, solo se sentía como una corriente eléctrica que ponía los pelos de punta y amenazaba con quitarte el aire si no hacías algo. Una amenaza.

Haz algo. Haz algo. Haz algo.

Esto no puede quedarse así.

ME IMPORTA UNA MIERDA.

—Un consejito, escuincle. Habla con calma, evita tanta grosería y solo disfrutaaaaa —dijo el primer cholo que pasó a comprar papitas al changarro que me puso mi padre a los 10 años—. Yo también tuve un trastorno que me enojaba bien culei, pero mírame, sales bien de eso si te cuidas.

—Culei. —Imité su palabra, tomando nota.

Yo vine de un hogar con responsabilidades. No me avergonzaba de lo que era y tenía el honor de ser responsable de mí mismo. No iba a ningún lado, no le debía nada a nadie, ni me interesaba imaginar ser alguien más.

Desde que nací supe que en algún momento sería un simple problema, pues fui educado con la mentalidad de enfrentarlo. Igual que un perro guía, siendo arrojado para dejar todos sus instintos naturales de lado y así poder señalar los riesgos y ventajas de un camino. Humanizar al ser, violento y depravado.

En aquella época, le prendí fuego a mis viejos tenis, como muestra de mi crecimiento a lo que más tarde sería un juego de la adultez que no se detenía aunque lloraras y pidieras a gritos por bajar.
Se sintió como caminar con una piedra desde entonces, con la responsabilidad de arrojarla contra mi propia cabeza para detenerme a costa de mi vida; así vivía un trastorno peligroso.

En secundaria, tenía 14 años cuando me tocó el salón del Hipo. Daba un puto miedo dirigirle la palabra por sus reacciones poco amistosas, pero tuve que acostumbrarme rápido pues nos tocaba entregar proyectos juntos.

¿Amigo o enemigo?, me cuestioné por días

—¿Se te puede llamar Ex, Exin? —La profesora me habló, yo asentí de inmediato para no evidenciar que estaba medio dormido—. ¡Bien, serás Ex! Como mi Ex.

Línea AzulWhere stories live. Discover now