Cuentos extra: "La flecha" y "La luz del caldero"

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"La flecha"

El príncipe brujo no comía en la enorme mesa familiar. Prefería ocupar una de las tantas que había en el jardín. Le gustaba comer despacio y sumirse en sus pensamientos por un largo rato. La mayoría de las veces su sopa terminaba enfriándose y una de las sirvientas corría a cambiarla antes de que él lo pidiera. Me gustaba verlo ahí, tan serio y rodeado de verde. Deseaba poder entrar a su mente y dormir en su paraíso interior. No tenía ni idea de qué estaba pensando, pero estaba seguro de que era maravilloso.

—Aquí está su té, su alteza—dijo la criada dejando una charola con la tetera, miel y una taza sobre la mesa—. Si necesita otra cosa solo llámeme.

Le temblaba ligeramente la voz. Había algo raro en ella. Quise preguntarle qué le pasaba, pero guardé silencio y me quedé en el lugar de siempre a la hora de la comida: la mesa contigua a la del príncipe. La criada hizo una reverencia y dio media vuelta para volver a la cocina, pero el príncipe la detuvo.

—Sé que no quieres hacer esto—le dijo—. No te preocupes. Estaré bien.

El rostro de la chica enrojeció y sus ojos brillaron por las lágrimas incipientes.

—Lo siento, su alteza—dijo, y se fue. Él se sirvió el té y contempló la taza por un rato. Después la bebió sin endulzarla.

A la mañana siguiente él y yo viajamos a un pueblo cercano a comprar plumas de grifo doméstico en un mercado de granjeros locales. Como siempre hubo silencio en todo el camino y yo me contuve para no preguntarle qué ocurrió ayer con la criada. Algo había sucedido entre ellos y moría por saber de qué se trataba.

"¿Por qué no me tiene confianza, su alteza?" pensé. "Estoy cerca de usted casi todo el tiempo".

Deseaba ser su amigo. En ese entonces me conformaba con eso.

De vuelta al reino atravesamos un bosque muy espeso. Tomamos un descanso para que su unicornio y mi caballo bebieran agua. Nos sentamos sobre la hierba y el príncipe me dio un pan y un trozo de queso. Iba a decirme algo, pero entonces una flecha le atravesó el torso. Grité y miré a todos lados buscando al culpable, pero no encontré a nadie. El único sonido presente era el del río y la respiración del príncipe, quién no se inmutó. Escupió sangre y miró su flecha como si fuera una molestia pequeña. Me acerqué para ayudarlo y él me apartó con suavidad.

—Estaré bien—me aseguró. Luego sacó la flecha de su cuerpo ignorando mi expresión horrorizada.

—S-Su alteza—musité—. Déjeme ver su herida, por favor.

Él se abrió la capa y después su fina camisa de algodón. Vi su torso desnudo: la herida se estaba cerrando a una velocidad asombrosa. Tuve el impulso de preguntarle si bebió algo que le dio esa habilidad antes del viaje, o si se estaba curando él mismo en ese momento, pero me callé.

—Mañana van a intentar matarme de nuevo—dijo—. Tienes el día libre.

En la madrugada del día siguiente apareció en el jardín un hombre inmovilizado por una serpiente emplumada. El animal no lo había matado; solo apretaba lo suficiente para que no escapara. Vi al sujeto retorcerse con los ojos llorosos, gimiendo y rogando por su vida como si estuviera ebrio. Vestía de negro y usaba guantes de cuero. De seguro él era el mercenario que intentó matar al príncipe brujo.

—Quería robarme mis libros de hechizos—dijo este a su padre cuando le preguntó qué había pasado—. No estaba armado.

La tarde cayó y el príncipe brujo, por primera vez, tomó asiento en la mesa principal. El rey estaba ocupado, así que solo la reina y sus hijos bebían té. Esos ocho pares de ojos idénticos se posaron en el brujo, quién los contemplaba con indiferencia.

—Agradecería que dejara de molestarme, majestad—le dijo a la reina.

Ella palideció. La mano con la que sostenía la taza le empezó a temblar.

—¿D-De qué estás hablan...?

—No va a poder matarme. Deje de perder su tiempo.

Los demás príncipes se vieron entre ellos, algunos confundidos y otros asustados. El brujo se sirvió una taza y la bebió con calma. No lucía molesto, solo cansado. Él volteó a verme y me dijo que tomara asiento. Obedecí y ocupé la silla a la derecha del príncipe erudito, quien me veía con los ojos muy abiertos. Un rato después el príncipe brujo y yo nos fuimos al sótano para una breve sesión de alquimia. Al príncipe le encantaba convertir la madera o las rocas en oro para después repartirlas en las granjas o pueblos durante los días festivos. Lo vi de soslayo en la mesa de trabajo mientras guardaba las pepitas de oro en una talega.

—Su alteza, ¿se encuentra bien?—lo cuestioné.

—Sí—contestó, y me clavó sus hermosos ojos negros—. Era de esperarse que quisieran matarme. Eso no me deprime, solo me molesta un poco.

—Su alteza...

Por un momento su expresión se suavizó.

—Me deprimiré el día que tú intentes matarme—dijo.


"La luz del caldero"

Hace tres días pasé de servir al príncipe mayor a ser ayudante del príncipe brujo. Eso me daba mucho miedo, pero no tanto como el descubrimiento que hice ayer. No se trata de él, sino de mí. Eran altas horas de la noche y el príncipe mezclaba aceite de girasol y patas de grifo en su caldero. La poción creó una luz muy azul que iluminó su cabello y sus ojos. Me volteo a ver y me pidió que le pasara él jugo de luna. Cuando lo hizo, no solo me di cuenta de lo hermosos que eran sus rasgos ante esa luz, sino de la dulzura con la que me miraba. Él, sin decirme una sola palabra, me hizo saber que confiaba en mí y que apreciaba mi compañía. Ayer estuve muy cerca del príncipe brujo. Ayer me enamoré del príncipe brujo. Pero él no siente lo mismo. Y eso me duele. Y mis sentimientos me asustan.

Hada sin alasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora