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Volvimos a casa al caer la tarde. El príncipe deseaba quedarse en su pueblo a comer, pero tenía un pendiente con uno de sus hermanos, el príncipe erudito, quien era el penúltimo hijo del rey. Él era el más listo y sensible de todos los hijos legítimos, pero también el más enfermizo. Era habitual que se quedara en cama dos o tres días por semana, mareado y sin poder mover su cuerpo. Ninguno de los médicos o hechiceros en el reino podía decir qué era lo que le pasaba, y el brujo, desde que llegó al reino, había perfeccionado sus habilidades para encontrar una cura.

El príncipe brujo, el hada y yo bajamos al sótano. Su alteza tomó de su estante un frasco cuyo contenido era un líquido rosa brillante. Lo miró por un instante, ligeramente preocupado.

—¿Se encuentra bien?—le pregunté. Él negó con la cabeza.

—Es la primera poción que hago sin ayuda del libro. No sé si esto ayudará a mi querido hermano.

Reuní todo el valor que tenía y posé mi mano en su hombro cuidando de no aplastar a nuestra amiga.

—Claro que lo ayudará. Usted es un hechicero formidable, se la pasa creando maravillas.

—Ninguna de esas maravillas es mía.

—Pero está poción sí lo es—miré al hada—. ¿Verdad que funcionará?

Ella asintió varias veces, haciéndolo sonreír.

—Apuesto a que usted es tan talentoso como lo fue su madre.

El brujo nos sonrió a ambos. Nos dirigimos a la habitación del príncipe erudito, quien comía sopa en su cama con ayuda de una sirvienta. Podía moverse un poco, pero le costaba trabajo. Sus ojos se llenaron de terror al ver el frasco que sostenía su medio hermano. Negó con la cabeza varias veces.

—Esto va a ayudarlo, su alteza—le aseguré, tratando de no lucir fastidiado.

¿Por qué desconfiaba de alguien tan noble como el príncipe brujo? ¿Acaso no había sido testigo de todos sus milagros? ¡La preocupación de su alteza era genuina!

El príncipe brujo nos ordenó a mí y a la sirvienta que sometiéramos al príncipe erudito. Él gritó y se retorció en su cama, pero no pudo evitar que su hermano le diera de beber su poción. Una vez apuró hasta la última gota, el príncipe erudito se levantó de su cama y nos miró con los ojos muy abiertos.

—¿Está bien, su majestad?—le preguntó la sirvienta.

Él movió cada una de sus extremidades, después contempló sus dedos. Temblaba. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Hermano...—musitó. Era la primera vez que llamaba al brujo así. Este se arrodilló a su derecha y el príncipe erudito lo rodeó con sus brazos. Le susurró algo que no alcancé a escuchar y lo vi sonreír.

Regresamos al sótano un rato después. Su alteza no comentó nada sobre lo sucedido, pero me bastó ver su expresión feliz y tranquila para hacerme una idea de lo que estaba pensando. Encendí las velas en su mesa y el hada desgarró un par de pétalos de margarita que el príncipe brujo le dió. Él encendió el caldero y comenzó un hechizo nuevo, esta vez sin la ayuda del libro de su madre. Me hacía feliz verlo tan decidido. Mezcló el contenido de varios frascos y después me pidió que me acercara al caldero.

—Necesito un poco de tu sangre—dijo, y me entregó una aguja—. Solo una gota.

—¿Está seguro de que mi sangre le servirá?

—Necesito sangre de dos almas blancas. Y en este reino tú y yo somos las únicas.

Abrí los ojos a toda su expresión. Quise preguntarle más al respecto, pero él me dio la espalda y se pinchó el dedo. Lo imité y las gotas de sangre cayeron al recipiente casi al mismo tiempo. El mejunje burbujeó y se tiñó de rosa. El humo formó arabescos en el aire y se dirigió a la mesa de trabajo. Entonces justo en medio apareció una casita en forma de seta. El techo era rojo con lunares blancos. El hada dejó de romper pétalos y la miró con detenimiento. Después volteó a ver al príncipe y se señaló a sí misma. Él asintió. La criatura abrió la puerta y se metió. Tardó un buen rato en salir.

—Qué linda casa—le dije al príncipe sin apartar mis ojos de su creación—. ¿Este fue otro hechizo suyo, verdad?

—Sí.

—Hizo un gran trabajo. Le dije que es muy talentoso.

—Fue en gran parte gracias a tu ayuda. Eres muy eficiente.

Le sonreí.

—Me gusta lo que hago.

Y hablaba muy en serio. Fuimos a la mesa y el príncipe tomó a su amiga con ambas manos y la alzó a la altura de su rostro. Ella le susurró mil cosas con entusiasmo. Él la contempló embelesado y le respondió. El hada besó la punta de su nariz y el rostro del príncipe, siempre pálido, adquirió el color de las granadas. Un rato después él y yo recogimos y limpiamos el lugar ante la mirada alegre del hada, quien estaba sentada a un lado de su nuevo hogar.

—Mañana no iremos al mercado—me dijo el príncipe mientras acomodaba sus libros en el estante.

—¿Se va a tomar un descanso, su alteza?—respondí sin dejar de limpiar las vasijas y cuchillos con un pañuelo húmedo.

—Algo así. Iremos a la tierra de las hadas.

Sentí un escalofrío.

No podía estar hablando en serio.

—¿A dónde?

—A la tierra de las hadas. Nosotros tres.

—P-Pero su majestad...

Él me clavó sus ojos negros. Lucían aún más intimidantes a la luz de las velas.

—No podemos cruzar el territorio de las hadas—le dije—. Cualquier humano que lo hace muere.

—Lo sé, pero nosotros no moriremos. Estaremos bien porque tenemos la bendición de una de ellas.

El hada asintió con entusiasmo.

¿Eso será suficiente?, pensé.

Solo necesité ver a mis amigos para convencerme de que así era.

Hada sin alasWo Geschichten leben. Entdecke jetzt