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El viaje a la tierra de las hadas fue más corto de lo que pensé. O tal vez así lo sentí porque estaba muy contento. Durante el camino el hada nos habló de su hogar y de lo divertidas que eran las fiestas nocturnas. El príncipe tradujo sus palabras a una velocidad sorprendente, casi al mismo tiempo que ella las pronunciaba. Para mí seguían siendo susurros apenas audibles, y eso me frustraba un poco. Quizá luego tendría el valor de pedirle a su alteza que me enseñara el lenguaje de las hadas.

—Aquí es—dijo el príncipe brujo.

Nos detuvimos en medio de un bosque espeso. Los árboles eran muy altos. Bajamos del unicornio y le quitamos el bolso donde teníamos nuestras provisiones. El animal inclinó su cabeza para que el príncipe lo acariciara y después se fue siguiendo el camino de un río, perdiéndose entre el follaje.

—Volverá cuando lo llame—dijo el príncipe viéndome de soslayo. Asentí esbozando una sonrisa. El hada le dijo algo y él la tomó delicadamente con ambas manos y la puso sobre mi hombro.

—Ella dice que siempre hueles bien—dijo su alteza—. Tu aroma le recuerda a casa.

Sentí cómo se me encendían las mejillas. Nunca me había puesto a pensar en qué olor tenía. Supuse que olía a las flores y hierbas que compraba en el mercado para las pociones y hechizos. La criatura se sentó cruzando las piernas y señaló al frente. Ambos caminamos por un rato. Ya era de tarde y apenas estaba oscureciendo. Sonreí al hada y le acaricié el cabello con mi dedo meñique. Ahora brillaba mucho más que antes, parecía estar hecha de polvo de oro. Me susurró algo que por supuesto no entendí. Pasamos por un árbol repleto de luciérnagas, o eso creía. Conforme nos acercamos noté sus siluetas y me estremecí. Eran hadas. Ellas volaban de un lado al otro. Tenían sus casitas por todos lados; algunas hechas de madera estaban sobre las ramas del árbol y otras, en el suelo, eran idénticas a la que mi amiga tenía en el palacio. Ellas no tardaron en notarnos y se acercaron para saludar. Los colores de sus luces variaban; algunas eran plateadas, otras azules o rojas. El príncipe les sonrió y se inclinó un poco. Yo hice lo mismo. Un par de hadas se acercaron a mi hombro y se sentaron para charlar con nuestra compañera. Ella le dijo algo al príncipe y él asintió.

—¿Qué le dijo, alteza?—le pregunté.

—Que vayamos por allá—señaló a su derecha—. Hay un baile.

Fuimos a otro árbol. Estaba frente a un lago y era mucho más grande que el anterior. En una de sus ramas había un grupo de hadas, quienes tocaban pequeñas flautas y liras. La suave música inundaba todo el lugar. Me hizo recordar aquellos días en los que, de niño, solía tocar la flauta a escondidas de mis hermanos, pues ellos se burlaban de mí. Varios grupos de hadas bailaban formando círculos a cierta altura del lago; cada anillo era más y más grande que el anterior, parecían aros de fuego en movimiento. Las tonalidades de sus luces se mezclaban creando un brillo como el de las estrellas. Contemplé el reflejo en el agua, embelesado. Era tan hermoso. El príncipe y yo no dijimos nada. Los únicos sonidos presentes eran los de la música y los leves aleteos de las criaturas. Me sentí privilegiado de estar ahí, presenciando algo que muy pocos humanos podían ver. Yo no era un simple hombre, era el ayudante del mejor brujo del mundo, tenía un alma blanca y las hadas me aceptaban en su territorio.

Miré al hada en mi hombro. Ella contemplaba a las suyas con los ojos muy abiertos y una sonrisa. Después vi al príncipe brujo. Él, en cambio, estaba triste, como si aquel espectáculo de luces hermosas fuera una tragedia.

Tres días después el príncipe y yo fuimos al mercado por varios frascos de sangre de grifo. Él los necesitaba para fabricarle una capa nueva a su padre. Quería darle un regalo único para su próximo cumpleaños. Ya en el sótano me dispuse a triturar varias ramitas de orégano mientras que el hada, sentada en una esquina de la mesa, tomaba polvo de su cuerpo y lo vertía en un recipiente diminuto que el príncipe hizo para ella. Me gustaba ocuparme en estas cosas, pues sentía que yo también estaba haciendo magia.

—Este es un lindo detalle para su padre—le dije al príncipe mientras revolvía el caldero con un cucharón de madera—. Él lo aprecia mucho como hijo.

—Eso no es verdad—respondió él sin apartar sus ojos del caldero humeante—. Él sólo me aceptó en el reino porque ese fue el último deseo de mi madre.

Breve silencio. Volteé a ver al hada, quién se encogió de hombros y me miró a su vez con preocupación. El príncipe me clavó sus ojos oscuros y me dio un amago de sonrisa.

—Oye, ¿es cierto que tocas la flauta?—me preguntó.

—Sí, lo hacía muy seguido cuando era niño. Ya de adulto solo tocaba de vez en cuando para el príncipe mayor.

—Muy bien. ¿Podrías tocar para mí mañana? Te daré una flauta nueva.

Mordí mi labio inferior y me contuve para no ir y abrazarlo.

—Sí su alteza, me encantaría.

A la mañana siguiente fui al sótano y no vi al príncipe brujo por ningún lado. En la mesa de madera solo estaba la casa del hada y una preciosa flauta de oro junto a una funda de cuero. Acaricié el instrumento con las puntas de mis dedos sin poderlo creer. Estaba por tomarla cuando la puerta de la casita se abrió y salió mi amiga con una gran sonrisa.

—Hola—dije—. ¿Has visto a su alteza?

Ella señaló la casa y entonces salió el príncipe brujo. Era diminuto, del tamaño del hada. Me incliné para verlo mejor. Estaba fascinado. No había nada que él no pudiera hacer con sus poderes.

—Buenas tardes, príncipe—le dije bajando el tono de voz—. Muchas gracias por la flauta.

Él alzó la mirada y me sonrió.

—¿Te gusta?

—Sí.

—Eso me alegra.

Tomé el instrumento con ambas manos y lo admiré por un momento. Me pregunté qué ingredientes y hechizos usó el príncipe brujo para hacerlo.

—¿Quiere que toque ahora?—le pregunté.

—Sí.

Me llevé la flauta a los labios y toqué la primera canción que aprendí de niño. Era una melodía sencilla y muy alegre. El príncipe se llevó una mano tras la espalda y con la otra pidió la del hada mientras se inclinaba, tal y como lo hacían sus hermanos en los ostentosos bailes del reino. Ella tomó su mano y se inclinó a su vez. Los vi bailar y mi corazón se encogió. Nunca había visto a su alteza tan feliz, dando vueltas como un niño. El hada lo rodeó con sus brazos y su brillo dorado lo envolvió. Ahora parecían una sola luz. Su alteza se movió de un lado al otro, acariciando el largo cabello del hada. No pude evitar sentirme un intruso; ese baile era demasiado íntimo, demasiado bello para mis ojos. Era incluso más fascinante que el de las hadas sobre el lago. Entonces, como si de pronto aquel fulgor me cegara, cerré los ojos y continué tocando.

Hada sin alasWhere stories live. Discover now