000; Prólogo.

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        A veces, Simon solía visitar una cafetería que yacía a dos cuadras del departamento donde vivía, aunque no era muy habitual, lo hacía únicamente para despejarse del estrés que le hacían sentir las cuatro paredes tan diminutas de su habitación.

Tantas horas ahí, sentado frente a libros de ciencia y otras materias, merecían tener una pausa también.

Era inevitable el hecho de tomar la última mesa al final del pasillo en el local, la cual estaba casi a oscuras, siendo únicamente iluminada a penas, por la luz natural del sol y las paredes blancas con toques marrones que daban vida al lugar; Aunque, viéndolo de cierta forma, era algo contradictorio que Simon quisiera una mesa tan lejana cuando se suponía que iba a aliviar el mal humor que le causaba estar encerrado.

Los empleados antes habían hablado sobre reacomodar aquel lugar para que más clientes también pudieran tomarlo, más Simon irrumpió y dijo que en realidad estaba perfecto.

Lo dejaron sólo por él.

Después de todo no era como si algún otro cliente quisiera tomar un lugar así. Prácticamente escondido del mundo.

El joven muchacho se sentaba y leía algo distinto a lo que estudiaba, libros de romance y hasta títulos de magia se posaban de vez en cuando en sus manos, a veces cambiaba y decidía tomar una taza de té por la tarde, cuando decidía ser extremo, —Según él.— Optaba por una taza de café y un pastel dulce de moras.

Aquel día no era una excepción, y, después de pensarlo luego de cerrar el gran y pesado libro de historia, había elegido salir a comer algo dulce.

Salió de su hogar, caminando entre un par de calles. El cielo estaba algo nublado aquel día.

Más no le importó y se limitó a nada más escuchar el tintineo tan característico de aquella cafetería al abrir la puerta. Prosiguió a caminar a su habitual lugar.

Pensó que estaba mal, o que su vista estaba fallando.

Pero, cuando vio más de cerca, notó que una joven mujer estaba sentada en el lugar que él tomaba.

Se acercó, no planeaba echarla realmente, no sería algo cortés de su parte, pero quedó algo extrañado debido a que nunca le había pasado algo como que una completa extraña se sentara en el lugar que le correspondía.

Entre abriendo sus ojos, el distintivo color rojo, —Casi vino.— de su cabello fue lo que la hizo resaltar, luego, sus gafas y un delgado suéter verde algo brillante.

Simon carraspeo su garganta. Ella le miró.

—¿Eh?— Levantó su vista del libro que estaba leyendo. Simon no lo había notado hasta ahora.—. Oh, lo siento... ¿Gustas sentarte?

Sonrió tranquila, Simon ni siquiera sabía cómo reaccionar, por lo que aceptó la invitación y tomó asiento delante de ella.

Quería preguntar quién era y por qué estaba en ese lugar.

Es decir, no cualquiera hubiese decidido tomar aquel asiento, ¿O acaso se estaba haciendo un lío imaginario en su cabeza por algo que no tenía relevancia? Suspiro y, segundos después, la mesera tomó su orden, pidió su típico pastel de moras.

Una vez hecho eso, miro a su extraña acompañante una vez más. Ella levantó su vista al sentirse observada.

—¿Es la primera vez que vienes aquí?— Inquirió Simon.

—Sí... Recién me he mudado y decidí dar una vuelta... Este lugar me pareció lindo.— Comentó.—. Pero creo que tú si vienes seguido... He tomado tu lugar, ¿No es así?

Por un momento, el joven de tez morena no supo que decir con exactitud. No quería sonar grosero o arrogante, pero jamás se imagino que un día vería a alguien así.

—Me parece un buen lugar para tomar una taza de té.— Simon pronto recibió su rebanada de pastel, la joven frente a él sonrió con amabilidad.

—Es curioso, yo he pensado lo mismo cuando llegué.— Exclamó ella, con una voz tranquila, tan serena que transmitía la misma paz con la que hablaba.

—Sí, supongo que lo es.— Simon tomó un poco de pastel.—. Si dices que te has mudado creo que podré verte seguido. O al menos eso pienso. Soy Simon.

La joven chica tomó lo último que tenía de su té, dejó la taza en la mesa y se levantó.

—Yo soy Betty.— Habló.—. Y creo que entonces si podremos toparnos en algún momento, Simon. Ahora yo debo de irme, aún hay cosas que debo de ver. Lamento hacerlo así de rápido.

—No te preocupes, está bien.— Sonrió.

Tras aquello, Simon miró a Betty salir luego del tintineo de la campanilla sobre la puerta, quedó unos momentos mirando el invisible camino que sus pasos dejaron.

No lo supo describir, fue un sentimiento extraño. Casi de nostalgia.

Lo pensó unos segundos, pero no hubo nada más que eso... Nada más que un susurro al viento de aquel nombre que acababa de conocer.

—Betty...

Las 100 Cartas Que Jamás Te Entregué (Simon Petrikov)Where stories live. Discover now