CAPÍTULO I. EL ABISMO A TUS PIES

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Acabó de vestirse en la oscuridad con deliberada lentitud, cosa bastante inédita en él. Se sorprendió aspirando el leve aroma floral con vetas de romero y lavanda que se desprendía de las bolsitas de tela arpillera que su madre repartía de forma estratégica por toda la casa y en particular en los dormitorios.

La localizó justo debajo de su almohada y se la acercó al rostro mientras su agudo oído seguía a todos y cada uno de los familiares sonidos que invadían su hogar por las mañanas.

—Tantas cosas, tantos pequeños detalles. Y tengo que darme cuenta ahora, cuando ya no significan nada. —murmuró.

"O quizás importan más que nunca, ¿no crees?", se sobresaltó al escuchar la voz de su abuelo en su cabeza.

Asintió a su invisible interlocutor y optó por guardar la bolsita en el bolsillo interior de su camisa.

—Te echo de menos. Todos lo hacemos. —contestó en la oscuridad.

Nadie le replicó en la soledad del cuarto, pero tuvo un destello con la imagen del rostro de su abuelo enarcando una de sus pobladas cejas y esbozando esa sonrisa irónica que tanto...

—Que tanto molestaba a padre. —suspiró alzando con una mano el ventanuco de madera del tejado de la buhardilla en la que dormía.

Un cielo duro y plomizo se coló por la abertura y un viento desapacible, húmedo y cargado de salitre, heraldo de la tormenta, le enredó su cabello ya de por sí largo y ensortijado. Ladeó un poco el rostro, pero no porque le molestara el clima exterior. Estaba escuchando de nuevo.

"La casa hoy no suena igual", reflexionó.

Jasón cerró de nuevo la exigua abertura cuando consideró que ya se había ventilado lo suficiente la habitación y la aseguró con un poco de cordel. Con seguridad no iba a necesitar aquel cuartucho nunca más, pero tampoco deseaba que la lluvia invadiera y causara daño alguno en el hogar de su familia.

Volvió a prestar atención a los sonidos procedentes de la planta inferior.

—No, definitivamente no son los de siempre —susurró apoyando su frente en la puerta de madera oscura y desgastada que daba a la escalera. —. Se diría que madre camina hoy de puntillas.

Y los niños no estaban. Sus dos hermanos pequeños, dos torbellinos rubios de actividad y risas, tampoco se dejaban notar.

"Padre ha debido llevarlos donde la tía".

Hasta hoy, Jasón había aguardado siempre a su padre junto a la puerta, con las trampas y los cebos listos para su despliegue en su zona de caza habitual.

Hasta hoy. Si a su padre le había sorprendido no encontrarlo listo para la jornada aquella mañana, lo ignoraba.

Jasón lo había escuchado detenerse frente a su cuarto mucho antes de que despuntase el alba, pero no lo llamó. Se limitó a estar allí fuera durante un interminable y elástico minuto y después sus pasos se desvanecieron escaleras abajo. No sabría decir si aquello le había dolido. No había dejado de acompañar a su padre cada mañana desde que cumplió los doce. Ahora tenía casi 18 y sentía como si todas sus emociones estuvieran amortiguadas, hundidas bajo el tremendo peso de lo que había escuchado la noche pasada.

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Se había levantado y deslizado fuera de la habitación cuando bien entrada la medianoche alguien había golpeado la puerta de su casa con tanta suavidad, que hubiera pasado desapercibido para cualquiera con un oído menos desarrollado que el suyo.

Salvo que no fue así. Por algún motivo, sus padres estaban en pie todavía, aguardando algo frente al fuego con silenciosa angustia. Jasón la había percibido flotando entre ellos durante toda la tarde como un oscuro nubarrón, un presagio que al final se había materializado en la forma de los tres hombres encapuchados a los que dejó acceder su padre al interior de la vivienda. Luego ya vino el revuelo de discusiones en pretendida voz baja y de sillas derribadas cuando la tensión entre sus padres y los visitantes llegó a límites insostenibles. Jasón se había encontrado a sí mismo sujetando con fuerza los barrotes de la escalera y tentado de coger el cuchillo que escondía siempre bajo la almohada. Estaba dispuesto a intervenir en ayuda de sus progenitores, cuando una sola frase lanzada desde el exterior de la puerta abierta de la vivienda, había cortado a través de toda aquella ira y frustración acumulada y zanjado la cuestión. Fue como si aquel tono grave, áspero y profundo hubiera tenido la cualidad de congelarlos a todos en su sitio:

—Es nuestra ley, el camino que escogimos todos.

Su madre había colapsado, derrumbándose en una silla con las manos sobre el rostro. La cara de su padre no la pudo ver, estando como estaba de espaldas a su punto de observación en lo alto de las escaleras, pero vio sus hombros relajarse y la inclinación resignada de su cabeza.

Y entonces Jasón supo que su vida estaba por acabar y apenas si sintió otra cosa que tristeza por aquellos a los que dejaría atrás.

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Eso fue anoche. Ahora, salió de su cuarto silencioso como un zorro que caminara sobre la nieve y pasó al de los pequeños, al final del pasillo del piso superior.

Puso su mano sobre las mantas y se dejó reconfortar por el calor residual que sus cuerpecitos habían dejado en la cama.

"No volveré a verlos", pensó. Y la certeza de ello casi trajo lágrimas a sus ojos. Sacudió la cabeza, reponiéndose, y su mano izquierda subió a su nuca y deshizo el nudo del amuleto que colgaba de su cuello. Era la sencilla representación en cobre de un dios antiguo y olvidado. Un tosco jinete solitario armado con un hacha que sin embargo fascinaba a su hermanito Pedar.

—Era del abuelo, nunca lo pierdas. —murmuró mientras lo depositaba en el lecho. A su lado, colocó una espada de madera en la que llevaba trabajando casi toda la semana.

—No está tan bien acabada como pretendía, Ejnar, pero es que me he quedado sin tiempo de repente.

Se puso en pie, contemplando sus pobres presentes con nostalgia.

—Seréis felices, os lo prometo. —dijo con repentina decisión, dándose la vuelta y descendiendo por las escaleras.

Su madre se afanaba en la cocina y, aunque lo oyó acercarse, no se dio la vuelta para mirarle. El chico atisbó un rostro demacrado y unas lágrimas rebeldes a través del cabello enmarañado de la mujer, que en completo silencio dispuso un plato de gachas en la mesa. A su lado, depositó una pequeña hogaza de pan recién hecho que aún humeaba. Jasón se sentó despacio.

"Entonces, así es como va a ser".

—Padre no me despertó. —dijo para romper el silencio que los ahogaba a ambos.

"Lo sabe, sabe que lo escuché todo desde la escalera".

—Hoy no era necesario —Le contestó con voz más ronca de lo habitual. —. Ha ido a retirar las trampas para evitar que la nieve las entierre profundo. Se nos viene encima una tormenta de las grandes.

"A algunos ya nos ha alcanzado", pensó Jasón con amargura.

—Ya. —contestó él apartando el plato. Que le disculpara su señora madre, pero no tenía hambre. Se levantó con un leve tintineo metálico procedente de la cota de malla. Jasón se había vestido con las galas militares de su abuelo. Un atuendo en negro y plata que poco o nada tenía que ver con las vestimentas de aquella región donde la mayoría de sus habitantes se dedicaban a la agricultura y la pesca. La espada también colgaba de su cintura.

Si a su madre le extrañó verlo con semejante equipaje, se lo guardó para sí.

Jasón se acercó al perchero de la entrada y por un segundo estuvo tentado de coger la elegante capa de pelo negro que había lucido su abuelo. Sin embargo su naturaleza práctica se impuso y se cubrió los hombros con su raído guardapolvos gris, mucho más adecuado para la tarea que tenía en mente.

Iba limitarse a salir por la puerta pero, en el último momento, volvió sobre sus pasos y abrazó a su madre por detrás. El cuerpo de la mujer se puso rígido y el olor agrio del dolor y el miedo surgieron de ella a oleadas, pero no dijo nada. Sollozaba.

—Todo está bien, madre. Todo queda perdonado. —Le susurró al oído.

Y salió a la calle.

Un Oscuro SilencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora