DIEZ

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-¿Matarás a estas pobres mujeres? -el diablo apareció en el centro del semi-circulo que las brujas hacían a mi alrededor. Palo gruñó erizando todo su bello naranja. -Son inocentes.

-¡Eda! -Athel bramó en algún lugar. -No le escuches. -giré a encontrarle, le estaba dando el niño a Medford. -No le mires. -su expresión turbada.

La mujer debajo de mi sollozó y regresé mi vista a ella.

-¿Porqué tienes sed? -le pregunté. -¿Qué te pasa? -dije más inquisitiva. -¿Porqué tienes hambre?

-Ellos no lo saben. -cantó en un hilo de voz.

-¿Quién son ellos? -apreté la daga en su pecho, en un movimiento cruel, queriendo obligarla a hablar, pero los ojos de la mujer brillaron con consuelo.

-Están poseídas, Eda. No va a decirte nada más. -Hilda apareció a mi lado como una sombra. -No pueden, están sometidas. Solo pueden cantar.

-Qué mezquino. -murmuré. -¿Porqué no nos ataca? -miré al diablo.

-Él no ataca, él seduce. -sus manos llegaron a las mías y ejerció presión para que la daga se clavase en el pecho de la mujer tendida debajo de nosotras. -Descansa hermana. -susurró Hilda y apretó, haciendo que nuestras cuatro manos la matasen con piedad. Por primera vez un malestar frío recorrió mi cuerpo. No era a la primera que mataba, pero sí la primera que me dolía.

Llevé mis dedos a los ojos llorosos de la bruja muerta y los cerré. Su rostro estaba relajado su piel brillaba en la noche oscura.

Volví a observar mi alrededor, los hombres estaban a un lado, apartados y por detrás del circulo de brujas delante nuestro. El niño estaba a salvo. Quedaban cuatro mujeres en pie, dos a cada lado del diablo. Ninguna nos miraba con amenaza y eso tampoco me gustó. Me levanté lentamente.

-No te confíes. -escuché que Hilda susurraba a mi lado. Sentí el apretón de su mano cuando me devolvía la daga.

Con el antebrazo sequé mi frente cubierta en sudor. Sabía que mis nudillos estaban blancos de lo fuerte que estaba apretando las armas. El pelo suelto se arremolinaba en mi espalda en ondas enredadas.

-Veo que no puedes acercarte a nosotros. -le reté. El hombre no se movió. -¿Es que no eres tan fuerte como quieres que creamos?

-Soy tan fuerte como tu, princesa. -dijo en mi cabeza.

-Princesa -susurraron las mujeres también.

-¿Por qué haces esto? -seguí acercándome lentamente. Observé sus manos, su atuendo, la cruz de madera colgada bocabajo de su cuello.

-Ya lo sabes. -dijo sin más. -Ellas buscan una salida. Yo se la doy. -Sentí a Hilda incorporarse y Palo estaba entre mis piernas ahora. -Tu también buscas esa salida. -apuntó. Ahora le miré fijamente, aunque sabía que no debía. De algún modo me creía imbatible. O no, pero empezaba a darme cuenta de que no me importaba morir. -Yo puedo dártela.

Movió sus dedos huesudos en el aire, de modo que la brisa danzó entre ellos, obedeciéndole, en un gesto casi hermoso. El mundo a mi alrededor se estrechó, como si pasáramos por un atajo abierto en las montañas. Solté las dagas en un golpe seco y estas se clavaron en el suelo y entonces de su rostro salieron unos hilos gruesos y sombríos que ondularon quedamente por el espacio hasta mi, quedando a escasos centímetros de mi ombligo. Lo observé, subí las protecciones y esos dedos retrocedieron ligeramente, como repelidos por mi sola presencia.

-¿Qué puedes darme exactamente? -dije lentamente. Él rio y el sonido fue escabroso y profundo. Volví a sentir un espasmo asqueroso en el estómago.

-Eda. -me advirtió Hilda desde algún lugar. -No tientes a la muerte.

Hiedras y Espinas - Parte unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora