NUEVE

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Insistí en parar mientras cruzábamos el pueblo, justo en el mismo sitio donde había tenido el incidente con la niña la tarde anterior. Las gentes comenzaban a despertar y a desplazarse de un lado para el otro con su ganado, la colada o con pan recién horneado. Había una mujer frente a su casa de piedra oscura, frotado el suelo y los adoquines, como si quisiera sacarles brillo. Otro hombre vaciaba un orinal peligrosamente cerca de donde ella estaba arrodillada. El ambiente era quedo. Nadie reparó en nosotros firmes en medio de lo que, intuí, sería la pequeña calle principal.

-Hiedras y espinas, mostradme el camino. -murmuré

-Ahí viene. -dijo Medford entonces. Su voz con un tono dulce.

Desmonté con agilidad y fui en su busca a medio camino. La niña venía directa hacia mi, con la cara sucia de lagrimas y mocos y el vestido lleno de barro y hojas secas. Sus ojos brillaban sin embargo, con felicidad o ilusión. Como si verme allí fuese un gran evento. No pude evitar acariciar su cara un momento. Luego, del mismo suelo cogí una piedra y con el pedazo de madera quemada que llevaba en el bolsillo, dibujé el algiz. Ella observó la runa con curiosidad.

-Es para ti, mantenla siempre cerca.

-¡Eda! -gritó el padre desde la puerta de la casa. Todos nos giramos, dudando un instante de si me estaba llamando a mí. Pero la mirada nublada por el vino se clavó en la pequeña.

Eda, por supuesto.

El siguiente tramo del camino, aunque largo, fue mucho más ameno. Se había establecido una especie de calma entre los hombres y Hilda y mantenían conversaciones mientras recorríamos caminos repletos de campesinos. El sol a penas nos calentaba, pero era agradable que tocase mi piel después de tantos días.

-Me parece aberrante, sin duda. -dijo ella en algún momento.

Al salir del pueblo aquella mañana no había podido dejar de pensar en mi conversación con Athel dos noches atrás. Cuando mencionaba las coincidencias, el encontrarnos tantas veces.  Lo comparé con las que había visto yo en mi camino desde Sussex. Similitudes, escenas que se repetían, situaciones que parecían volver del pasado. Las niñas desprotegidas, sus nombres, mi aparente invisibilidad, las mujeres encontrándome y llevándome hasta las brujas. Tal vez yo no solo estaba allí para acompañar a aquellos hombres hasta la bruja que me crió, tal vez ellos también habían aparecido en mi camino, así como Hilda, para cumplir con lo que fuese mi cometido.

-Bien, -dijo Albert -nosotros tenemos veinticinco años, Athel veintiséis y Medford...

-Muchos más. -terminó el hombre por él.

Albert me había adelantado e iba al lado de Hilda ahora, a Athel no me había atrevido a mirarle en todo el camino.

-Animal salvaje, tienes en la garganta una revolución. -decía Edward el grande. Las palabras de Athel, tan cercanas a las de mi padre, me habían desconcertado. Otra sincronía.

-Dices eso como si fuerais demasiado jóvenes. -rio Hilda. Él fue a añadir algo, pero la bruja no le dejó. -Recordemos que a las mujeres se nos casa cuando tenemos mucha menos edad.

-No a vosotras dos, sin duda. -murmuró Sige a mi espalda. -Lo cual habla por si solo.

Hilda le ignoró y siguió hablando con el cazador a su lado.

-Por eso mismo digo que no me puedo creer que ninguno de vosotros esté casado o tenga una prometida esperando en casa -explicaba ella. -¿Es una especie de voto? - Los hombres la miraron extrañados. -De cazador. -encogió sus hombros. -Yo tengo mis votos como bruja.

Hiedras y Espinas - Parte unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora