CINCO

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Seguí a la señora, no sin antes agarrar una de las dagas y esconderla en los pliegues de mi capa.

Cruzamos calles repletas de gente que iba o venía del mercado o de las tabernas. En éstas los ambientes eran bulliciosos y parecía que todo el mundo estaba pasando un gran momento. Torcíamos calles a derecha e izquierda en un laberinto que, pensé, me sería imposible de reconstruir, pero después de ver dos veces el mismo adoquín manchado, supe que la señora bajita, con su capa verde olivo y su pelo recogido en un moño tirante, estaba dando vueltas para despistarme.

De pronto nos paramos en una puerta. Era madera de roble oscura y los bordes de ésta estaban decorados con hierbas verdes, pintadas a mano, supuse. A juzgar por el ruido que salía del interior, era otra taberna. La señora tocó tres veces y para mi sorpresa dijo:

-Hiedras y espinas, mostradme el camino -. Y la puerta se abrió dejando todo mi cuerpo erizado.

Un hombre enorme me miró desde dentro mientras esperaba a que pasara. La señora había entrado con prisas, dejándome atrás. Mis dedos crujieron en la empuñadura de la daga. Mi corazón latía tan fuerte que no podía escuchar ni mis propios pensamientos.

Tal vez, si no hubiese sido porque la lluvia apretó con violencia, me habría marcho.

La taberna estaba repleta. Todas las mesas y sillas llenas. Había gente comiendo, bebiendo, otros jugando a las cartas y a otros entretenimientos que no había visto nunca. Había hombres coqueteando con mujeres y mujeres solas preocupándose de sus asuntos. Una pareja, cogidos de la mano y besándose chocaron conmigo. Yo me sobresalté y me aparté de ellos, pero no me miraron siquiera. Siguieron besándose delante de mis narices. Ella enroscaba sus dedos por el pelo de él, quien agarraba su cintura y apretaba su cuerpo como si la necesitara más que el aire para respirar. Sentí como mis mejillas se acaloraban.

Nadie les estaba juzgando ni mirando. Parecían libres y felices, aunque a mi me inquietó la cantidad de pasión que desprendía aquel beso y que no lo hicieran en un sitio privado.

Carraspeé, saliendo de mi estupor. No sabía cuanto tiempo llevaba allí plantada viéndolos tocarse y, casi fundirse el uno en la otra, pero todo mi cuerpo estaba tenso y mi respiración entrecortada.

Al final del salón, la mujer que me había interceptado en el mercado, me miraba con aburrimiento. Me apresuré a alcanzarla y dejamos atrás la animada sala principal para atravesar estrechos pasillos en la penumbra. Varias mujeres salían de las habitaciones a ambos lados de éste. Todas ellas con sus rostros descubiertos y relajados. Algunas sonriendo, otras hablando para sí mismas, otras incluso saludaban a la señora menuda delante de mí, pero nunca reparando en mi rostro encapuchado.

Miré hacia atrás, como por acto reflejo, para ver si alguien me seguía. Pero obviamente, tampoco había nadie prestándome atención.

-Eres una sombra -escuché que decía la mujer -. No temas.

Entonces llegamos a una habitación sin ventanas, iluminada con una lámpara. Todo a mi alrededor estaba teñido de luces rojas, ante mi había una mesa redonda de madera gruesa y en el centro de ésta reposaba una bola de cristal.

La señora me dejó sola en la habitación sin decir nada más o sin siquiera mirarme y cerró la puerta tras de sí misma, y yo, sin saber muy bien qué hacer, me senté en la mesa delante de la bola, esperando.

Mis ojos no vagaron por el cuarto, si no que se clavaron en la extraña inmensidad del cristal, sus sombras y luces y aquel universo interno que parecía tener. Sentí como mi cuerpo entero, o mi mente, qué se yo, entraban en un túnel de sombras. Profundo y lejano, apartado de allí.

Hiedras y Espinas - Parte unoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora